Dos fueron esta semana los escenarios internacionales
en que nuestros máximos mandatarios a
nivel nacional y local tuvieron que emplearse a fondo para defender los
intereses de la nación y de la ciudad respectivamente.
Mariano Rajoy lo hizo en Bruselas, donde se batió bien
el cobre junto con su aliado Mario Monti (mañana será otra cosa en al final de
la Eurocopa). ¡Qué hubiera sido de nosotros en manos de aquél señor cuya mayor preocupación
en este tipo de cónclaves era volver pronto a casa!
Juan Ignacio Zoido, por su parte, tuvo que fajarse de
lo lindo en San Petersburgo para impedir que Sevilla fuera incluida en la lista
de Patrimonio de la Humanidad en peligro. Lo hizo en defensa de la ciudad, no de la Torre Pelli, que no es sino el capricho
de los nuevos ricos del régimen socialista que nos asoló a los sevillanos, y aún
sigue perjudicándonos en lo que puede desde los despachos de la Junta, personificados en dos tipos tan marcadamente horteras como Monteseirín y Pulido.
Tenemos que dar la enhorabuena al alcalde, por haber conseguido
lo único que al parecer ya cabía, y el pésame a nosotros mismos porque nada ni nadie nos salvará de tener que
convivir con esa pesadilla en forma de edificio, esa invasión bárbara de
nuestro espacio vital cuya molesta
presencia se hará inevitable en tantos puntos de nuestra geografía
urbana. Ese monumento que para nada
hacía falta, y que por tanto era perfectamente prescindible, como ha señalado
en estos días especialistas de prestigio como Rafael Moneo o William Curtis.
A Sevilla, como se ha dicho en los periódicos, le han perdonado la vida. Porque lo cierto es
que la torre es de un impacto letal para su patrimonio monumental. Sólo quien
no tenga ojos, o los tenga cegados por el fanatismo “progre”, puede negar la afectación visual negativa de esa mole que se yergue amenazante sobre la ciudad. La
tenacidad y el trabajo del alcalde han conseguido sin embargo, de momento, evitar
el desprestigio añadido que hubiera supuesto la decisión prevista en principio
por la UNESCO.
Siempre se dice que sobre gustos no hay nada escrito,
que es una cuestión por tanto bastante subjetiva. Pero nadie podrá discutir que
la Torre Pelli es monstruosa, cuando
menos en el sentido de la acepción segunda del DRAE: excesivamente grande o extraordinaria en
cualquier línea. Es un mazacote cuyo tamaño carece de
cualquier tipo de proporción con el entorno, al que avasalla y oprime,
imponiendo su descomunal presencia. Por
eso me recuerda a la Torre Oscura de Mordor, la fortaleza
de Sauron, el señor de la lúgubre tierra del mal en la novela El Señor de los
Anillos. Barad dûr, su
nombre en sindarin, es descrita por Tolkien como de una escala tan gigantesca
que era casi irreal, inmensamente poderosa y de pináculos “más negros y tenebrosos que las
vastas sombras de alrededor….”
A los que la defienden por su supuesta contribución a la
modernización de la ciudad –que no
habrán leído “Los cielos que perdimos”, ni sabrán quién fue Romero Murube- les pregunto: ¿no podría vuestra modernidad ser menos agresiva?
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