¿Dónde estás Gran Poder? ¿Dónde
estás que no pude verte esta noche por las calles de Sevilla? Madrugada más
oscura no conocieron los siglos. ¿Dónde estás que no puedo rezarte en tu
templo? ¿Nos has abandonado? ¿Has abandonado a tu pueblo en esta hora de
tribulación? ¿No vas a guiarnos con tu zancada firme y poderosa? ¿No nos vas a
consolar con tu tierna y mansa mirada?¿No
nos vas a librar de este mal que nos aqueja?
Dolor. Sufrimiento. Mal.
Muerte. ¿Por qué? ¿Por qué lo permites, Señor? ¡Cuántos no se habrán apartado
de ti al no encontrar respuesta a estas preguntas! En nuestra desesperación y
debilidad no alcanzamos a ver otra cosa que tu poder, y al mismo tiempo tu
silencio. Y sin embargo no nos damos muchas veces cuenta de que tú mismo eres
el Varón de Dolores que anunció Isaías. De que tú mismo fuiste Víctima Inocente
inmolada por nuestros pecados. De que tú, Supremo Bien, recibiste como pago a
tu bondad el desprecio de los hombres. No lo podemos entender. La razón de ser
del mal es un misterio. Pero al abrazar tú nuestra condición humana lo hiciste
plenamente, sin zafarte de nuestros sufrimientos, cuando podías seguramente
haberlo hecho. Por eso vas agarrando ese pesado madero con tus manos bondadosas.
Por eso tu noble cabeza va coronada de espinas. Por eso en tu divino rostro se
refleja toda la hondura de tu dolor. Por eso la majestad que revelan tus
potencias, es una majestad humillada por el odio de tus verdugos. Por eso estás
en un eterno equilibrio entre tu poder y el peso de la cruz.
Sabes mejor que nadie lo
que es el sufrimiento y el dolor. Porque te lo cuentan tantos sevillanos que
acuden a ti en busca de aliento, pero también porque tú los padeciste. Te
dijeron “bájate de la cruz” y tú no lo hiciste. Sí, tú que todo lo puedes, tú
que a otros habías salvado, no te salvaste a ti mismo. Asumiste tu condición de
Cordero hasta el final. Incluso llegaste a pensar que el Padre te había
abandonado, como hacemos nosotros cuando parece que no nos escuchas. Pero no,
el Padre estaba allí, sosteniéndote, unido a ti en tu sacrificio, para
finalmente rescatarte de la muerte.
Señor del Gran Poder,
quizá no podamos pedirte que nos liberes de este dolor que hoy nos aflige. Sólo
tú sabes por qué. Como sólo el Padre sabía por qué no podía apartar de ti el
amargo cáliz de tu pasión. Hágase tu voluntad y no la nuestra. No podemos
acudir a ti como quien hace un trueque, un do ut des, esperando una
intervención “mágica” que evite nuestro sufrimiento. Esto no es propio de una
fe madura. Si tú no lo hiciste ¿somos nosotros de mejor condición? Pero sí que
te pido, Señor de Sevilla, que nos acompañes, nos sostengas y nos reconfortes. Aunque
hoy no pueda verte yo sé que tú estás sufriendo con nosotros, que no nos has
abandonado. Estás en los enfermos. Estás en sus familiares y amigos. Estás en tantos
sanitarios que con fe están luchando en el frente de combate. Que tu amor y tu
misericordia lleguen a todos ellos, Señor. Y a todos los que te seguimos y
confiamos en ti, porque sólo tú tienes palabras de Vida Eterna.
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