martes, 29 de octubre de 2013

ÓPERA BILINGÜE

Estreno de temporada en el Teatro de la Maestranza con algunas novedades El formato del programa de mano ha cambiado. El motivo es incluir el texto del argumento también  en inglés. El bilingüismo está de moda. A mi me fastidia, porque he coleccionado los de todas las representaciones desde que el teatro inició sus temporadas regulares en el formato anterior, pero la causa lo justifica. Cuando comienza la representación se percibe que la revolución bilingüe no queda ahí: también los letreros están en español y en inglés. Estupendo. Se ve que los responsables del teatro han decidido apostar por su proyección  internacional. Me parece magnífico porque este es sin duda uno de los potenciales turísticos todavía por explotar a fondo en Sevilla. Si es así yo les recomendaría que le dieran un repasito a la página web, la mejor ventana al exterior que tiene actualmente cualquier institución. Muchos son hoy  los teatros que exportan sus representaciones a través del cine  (Metropolitan, ROH, Scala, París) o de internet (Real, Munich, La Monnaie, Lieja…incluso  Viena se ha sumado este año a la moda, eso sí, cobrando). La web del Maestranza sin embargo es una de las  más pobres en contenidos que  conozco. No hay ni un solo trailer de promoción, y en cuanto a fotografías, por ejemplo, la que ilustra este comentario es la única que ofrece sobre la función que lo motiva.
Si la ópera es un espectáculo total, el que se ofrece en estos días en Sevilla sin duda lo es. Espectáculo visual y sonoro. En esta ocasión, para mi gusto,  el primero le gana al segundo. La escenografía de Mestres rescatada del Liceo de los años cincuenta es realmente bella y efectista, gracias al dominio de la perspectiva, a pesar de la modestia de sus medios. Contribuyen a su realce el estupendo trabajo de iluminación (Faura) y el vistosísimo vestuario (Squarciapino). El culmen fue el fastuoso segundo acto en el que, aunque no hubo caballos, no hicieron falta para representar sobre el escenario la espectacularidad que podemos asociar al Antiguo Egipto. Me acordé de Terenci Moix, que me enseñó con sus libros a ver el país de los faraones. Incluso los ballets me resultaron más convincentes que en otras ocasiones.
En lo musical la cosa estuvo más flojita. Entre las voces, la más destacada fue la de Dimitry Ulyanov, pero claro, su papel, el de Ramfis, no es muy extenso. María Luisa  Corbacho mostró cualidades, pero su Amneris es insuficiente. Tamara Wilson lució espléndida en momentos estelares como  “Numi pietà” o el “O patria mia”, pero en otros pasajes anduvo perdida. Sobre Doss ya dije el año pasado que su voz me parecía algo tosca, y no ha cambiado mi impresión de entonces. En cuanto a  Wilfred Kim quizá es que tengo muy metido en los oídos el Radamés de Pavarotti –todavía- y las comparaciones son odiosas. No es culpa suya. Hasta la orquesta me pareció menos brillante que otras veces. Le he oído a Halftter en una entrevista que ha estado todo el verano estudiando el “Ocaso” con el que concluirá el curso. A lo mejor por eso se le olvidó Verdi. Los coros sí estuvieron a muy buen nivel.

Pero no me hagáis mucho caso sobre todo esto, porque la verdad es que  a partir del tercer acto, con su ambientación nocturna junto a las silentes orillas del Nilo, yo ya tenía un sueño que no me permitía mucha finura apreciativa. Un lunes y además después del fastidioso cambio de hora del otoño, para mi organismo eran ya las doce cuando Radamés se enfrentaba al dilema de escoger entre su patria o su amor a Aída, con el desenlace de todos conocido. No me explico que para una ópera de poco más de dos horas y media de música haya que tener casi cuatro horas de espectáculo, con largos descansos en cada entreacto. También en esto podíamos hacernos un poquito más europeos y no hacer trasnochar a los que nos tenemos que levantar a las siete de la mañana el día siguiente, porque es que esto mata todo posible encanto.

miércoles, 23 de octubre de 2013

NO BUSQUEMOS LOS CULPABLES FUERA


Hace poco más de un año todo el mundo pensaba que España iba a ser rescatada y por tanto intervenida económicamente al no poder hacer frente a sus compromisos de pago. Yo mismo llegué a vaticinarlo en este blog como algo inminente e inevitable y mostraba el pesar por la afrenta que ello iba a suponer a nuestra soberanía nacional.
Hoy afortunadamente nadie piensa ya en esto e incluso muchos parece que lo han olvidado, haciendo menosprecio de la mejora de la situación económica, aún insuficiente, experimentada en nuestro país en los últimos doce meses. Sin embargo hemos sido objeto ayer de una intervención tanto o más dolorosa que la que podría haber sido aquella, en forma de sentencia dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en la ciudad alsaciana de Estrasburgo. Lo que nuestro Tribunal Supremo y nuestro Tribunal Constitucional habían sancionado como ajustado a derecho, la conocida como “doctrina Parot”, un mecanismo de defensa elemental de la sociedad española frente a la relativa impunidad de los peores crímenes propiciada por una legislación deficiente, ha sido desautorizada por la corte europea hundiéndonos en el total desánimo y en la indignación  a las víctimas del terrorismo y  a cuantos tenemos todavía memoria de lo que han sido los terribles años en que ETA mostraba su verdadero rostro de violencia y muerte.

Pero compartiéndose o no los criterios del TEDH, lo que no debemos es caer en el error de creer que los culpables de la situación creada son los magistrados de dicho tribunal. Los enemigos los tenemos aquí dentro. Son los defensores de la progresía en la política penal y penitenciaria, que podemos personificar en la figura infame del tal López Guerra. Son los que siempre han tenido más consideración con los delincuentes que con las víctimas. Los que siempre han puesto por delante la reinserción frente  la  punición. Los que proponen caminos de pazzz olvidándose de la justicia. Los que aún hoy siguen oponiéndose a figuras como la cadena perpetua revisable que se propone en la reforma en trámite del Código Penal. Ellos, y los que sucumben pusilánimemente a sus planteamientos, son los culpables de que hoy una gran mayoría de españoles nos sintamos heridos e impotentes ante la perspectiva de excarcelación de los mas execrables criminales de nuestra reciente historia sin que hayan cumplido más que una ínfima parte de sus condenas. ¡Vergüenza!

viernes, 18 de octubre de 2013

ATARDECER

            El ciervo es quizá el animal más bello de entre los que aún podemos contemplar en estado salvaje en nuestra geografía. Su porte es altivo, su movimiento elegante, y su carácter huidizo y esquivo. Tiene un cierto aire de misterio. Sobre todo los grandes machos son difíciles de ver porque rara vez abandonan  la espesura escondida del bosque. Aquí no tenemos el ciervo blanco de la mitología céltica, del que sólo de tarde en tarde se avista algún ejemplar,  pero nuestros venados rojos son también resistentes al ojo humano, y se camuflan extraordinariamente en el entorno. Sólo en ocasiones se asoman  a los claros donde pueden ser más fácilmente vistos.
           Me gusta salir en su búsqueda, sólo para contemplarlos, por parajes de Sierra Morena o Doñana. Especialmente en la época del apareamiento, en que tienen lugar los ritos atávicos de la berrea. Este año me acerqué al Parque Natural de Hornachuelos, en Córdoba. Hay sin duda una gran población de estos animales en estas sierras,  pero no tuvimos mucha suerte. Allí la mayoría de las fincas y caminos son particulares y no es fácil encontrar lugares para el avistamiento a quien va por libre. De hecho,  el encargado del centro de visitantes del parque parecía no querer dar demasiada información. Me recordó  aquellas películas en que alguien está interesado en alejar a los forasteros del pueblo para ocultar algún secreto. En este caso no íbamos a llevarnos nada, ni siquiera las bellotas esparcidas bajo los árboles. Sólo se trataba de mirar y escuchar, pero con tanta cortapisa apenas pudimos divisar un par de hembras y oir algunos bramidos lejanos.  

              A pesar de todo mereció la pena el paseo siquiera fuera para disfrutar de la quietud  del monte  y del juego de las luces y las sombras a la hora en que el día se acerca  a su fin. Desafiando las prohibiciones,  nos adentramos en una finca por el camino que discurría junto al cauce seco de un arroyo,  a través de un bosque adehesado de encinas y alcornoques, con abundancia de jara, romero y lavanda. Imperaba un ambiente de paz. Una paz que se hacía sensible, que se oía –en el silencio sólo quebrado por los quedos sonidos  de una naturaleza en calma- , que se respiraba –en el aire templado y aromático- que se veía –en la suavidad de las luces y los colores-, y al mismo tiempo traspasaba los sentidos para llegar al espíritu. Por algo desde antiguo estas soledades fueron lugares de retiro monacal. Buscábamos un calvero con buena visibilidad para observar la aparición de algún ejemplar, pero no lo encontramos. Sólo por unos instantes vimos unas hembras cruzando una trocha, antes de que uno de los guardas, con quien podíamos haber jugado al escondite, nos invitara amablemente a marcharnos. Entretanto, la luz fue cayendo, dorando las laderas de los montes y tiñendo de rosa las nubes que salpicaban el cielo. A medida que el día se apagaba se fue incrementando el canto de celo de los machos, aunque  ya no había posibilidad alguna de verlos. La noche había caído y era hora de regresar a casa. Atrás quedó el bosque oscuro, con sus duendes, sus misterios y sus señores, coronados con airosas cornamentas, luchando por la supremacía en sus harenes.




martes, 8 de octubre de 2013

LECTURAS DE VERANO (II)


Contaba el otro día cómo he dedicado buenos ratos de mis vacaciones a leer a dos grandes novelistas como son Lev Tolstói y Marcel Proust. Ya comenté entonces algo sobre Resurrección –que no se piensen los capillitas que tiene nada que ver con la Semana Santa-, última de las novelas del gran escritor ruso, y hoy le toca el turno al literato francés.
De Marcel Proust he leído “Por el camino de Swann”, de cuya publicación se celebra este año su centenario, y que es el primero de los siete volúmenes de su monumental obra “En busca del tiempo perdido”. Y desde luego que le he dedicado tiempo, pero en absoluto lo considero perdido.
Proust es un enorme renovador de la narrativa, de talla equiparable a la  de Joyce, pero sin Bloomsday y sin Angelica Huston interpretando a Greta en  Dublineses, lo que quizá lo haga menos popular, aunque sea muy conocido su famoso episodio de la magdalena y en los últimos tiempos se promocione Illiers-Combray como meca de los proustianos. A mí sin embargo tengo que confesar con humildad que el Ulises no acaba de encajarme y en cambio me engancharon desde primer momento el estilo y universo temático del parisino.
Proust estudió Derecho, por dar satisfacción a su padre, pero nunca ejerció la abogacía. Claro que era rico por familia, y eso le permitió vivir sin ocupación en los ambientes de la alta sociedad parisina, antes de encerrarse en los últimos años de su corta vida para dedicarse por entero a la literatura y dejarnos esta fascinante obra. Últimamente me ha venido a veces a la cabeza que me gustaría dejar la toga y dedicarme a escribir –como a cualquiera- pero ni soy rico por familia ni tengo tan pocas luces como para no darme cuenta de que ni por asomo cuento con las dotes literarias necesarias para escribir nada que se venda, por lo que lo más sensato será seguir escribiendo demandas, informes o recursos, terreno en el que al menos me defiendo.
A Proust hay que paladearlo despacio. Si intentas digerirlo rápido se te atraganta. Pero si le das su ritmo resulta delicioso. Su lectura no es fácil, requiere paciencia y concentración. A veces te pierdes en las frases interminables, en la profundidad de la introspección psicológica de los personajes, en las extensas digresiones sobre el arte o la música, pero entre esas dificultades, que te obligan en ocasiones a retroceder en la lectura al punto en que te extraviaste y retomar la senda con mayor atención, puedes obtener la recompensa de encontrar algunos de los pasajes más bellos que hayas podido leer nunca. Por eso es apropiado para las relajadas siestas del estío, en las que las horas pueden alargarse a placer, sin prisas, sin apremios.

Así que allí estaba yo leyendo plácidamente, imaginando caminos a Méséglise o a Guermantes, amores y celos de Swann, paseos y juegos en el bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos, cuando de repente sonó el despertador. Se acabó el encanto. Fin de las vacaciones. Regreso a la rutina, al tedio de los tribunales, el que aburría a los jueces retratados por Tolstói y del que sabiamente supo y pudo librarse Proust. A ello habrá que aplicarse, no hay más remedio. Pero en cuanto haya ocasión no dudaré en volver a sumergirme en la lectura de la Recherche. A seguir indagando en la historia de Odette de Crécy, a recrear  los paisajes normandos de Balbec, a descubrir el personaje de Albertina…hasta recobrar el tiempo perdido.