España vive una situación económica complicada
fundamentalmente debido a determinados excesos cometidos en nuestro pasado
reciente. Incluso el dirigente político que más contribuyó a esto -¿adivinan
quién?- ha reconocido en estos días que sufriríamos ahora menos si hubiéramos ahorrado más en los últimos años. Pero nuestra particular problemática se
enmarca a su vez en una crisis financiera mundial, que actúa como detonante. Y
se ve condicionada al mismo tiempo por nuestra pertenencia al euro, que, como
todo en esta vida, tiene muchas ventajas, y ha reportado importantes beneficios
a nuestra economía, pero también tiene inconvenientes.
A estas alturas de la película creo que nadie puede discutir seriamente que
el euro está mal hecho. Que la unión monetaria europea es un edificio mal
diseñado y peor construido. Poco más o menos que una chapuza. Una buena idea,
pero mal ejecutada. Curiosamente nadie, por ahora, se pregunta de quién o quiénes
es esa responsabilidad. El éxito tiene muchos padres. El fracaso, o cuando
menos los errores, ninguno. Algún día tendremos que aclarar las cosas en este
sentido. Lo que parece indudable por el momento es que los problemas de la zona
euro lo son en parte por los de determinadas economías nacionales, pero también
por la falta o insuficiencia de mecanismos comunitarios para dar respuesta
conjunta a los mismos. Porque la crisis financiera que origina toda esta tormenta es global, y sin embargo
los problemas de nuestra moneda, hasta el punto de cuestionarse su
superviviencia, no los sufren otras como
el dólar o la libra esterlina.
De nuestros errores particulares somos responsables
nosotros, y a ellos tenemos que hacer frente. Pero estos errores confluyen con
otros que son imputables al proceso de construcción europea, del que son
responsables todos los estados miembros de la Unión. Es por tanto exigible que
todos contribuyan también a solventar la crisis, y no se pongan tan estupendos algunos,
cuando hace una década eran ellos los que no cumplían con los límites de
déficit.
La solución, llegado este punto, no puede ser acabar
con el euro y con el proyecto europeo. Supondría un retroceso enorme en
nuestras economías, y consiguientemente, en nuestras posibilidades de
desarrollo futuro. Antes bien ha de llegar por la vía de una mayor integración y de una mayor fortaleza de las instituciones
comunitarias. No es momento de lamentaciones del estilo “si no hubiéramos
entrado en el euro”, porque el hecho es que entramos y ello nos reportó un
desarrollo que de otra forma probablemente no hubiéramos tenido. Ahora hay que
apretar los dientes y continuar el camino, corrigiendo los errores que pudieran
haberse cometido en el pasado. Y en esto tendrán todos que poner de su parte, y
no cargar exclusivamente sobre los que en peor situación estamos, como si los
culpables fuésemos exclusivamente nosotros. Esperemos que los líderes reunidos
en la trascendental -una más- cumbre europea de esta semana tengan la clarividencia y amplitud de miras necesaria
para ello y sepan enderezar el rumbo hacia la meta que mejor garantice nuestro
futuro, aunque sea a costa de los sacrificios del presente.
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