Tras una semana, la anterior, en que vivimos
angustiados por la imparable caída de la bolsa, simultánea a la subida de la
prima de riesgo, en esta que ahora acaba parece que la tranquilidad volvió a
los mercados. Sin embargo todo indica que no se trata más que de la calma que
precede a la tormenta final.
A pesar de los esfuerzos del Gobierno por evitarlo,
parece que vamos necesariamente a tener que ser rescatados de alguna forma, con
lo que ello supone de pérdida de soberanía y de prestigio nacional. Sobre todo
de esto último, ya que en realidad hace tiempo que muchas de las
decisiones políticas nos vienen marcadas desde fuera.
Puede que no sea el rescate de los hombres de negro
(según dijo Montoro) pero parece que nos hemos dejado llegar los pitones del toro demasiado
cerca de la taleguilla, a pesar de los muchos avisos cautos desde los tendidos,
y la cornada no nos la quita nadie. A lo
mejor son unas dulces enfermeras las que vienen a curarnos las heridas, pero
esto huele a hule de enfermería.
En la prensa especializada se ha especulado sobre las
medidas que pueden imponer los rescatadores rescatadores. Lo cierto es que no todas, pero sí muchas de ellas
teníamos que haberlas tomado nosotros, más rápido y más profundamente de
lo que se ha intentado hacer. En muchos casos no se trata más que de recetas de
ortodoxia económica, por lo que por más que duelan al principio serán lo mejor
de cara al futuro.
Es por eso quizá que incluso en días pasados hubo quienes
intentaron desdramatizar el rescate. Y es que lamentablemente, muchos de
nuestros políticos, sabedores de cuál es la cirugía necesaria, no se atrevieron
a aplicarla por propia iniciativa, prefiriendo dejar esa responsabilidad a otros.
Se habló incluso de que dentro del Gobierno hay quien apoya esta opción. En
cualquier caso no nos engañemos: el rescate siempre será peor que el haber
hecho las cosas autónomamente, porque lo que prevalecerá ahora serán los
intereses de los acreedores.
En este maremagnum de dimes y diretes, hasta se llegó a enseñar el piquito de la
muleta de la salida del euro. Una especie de reacción patriótica -“si no nos quieren, nos vamos”-, que ha sido
aplaudida incluso en círculos que considero con cierta solvencia. En mi opinión
sin embargo, a día de hoy, es la peor de las opciones, pues supondría en primer
lugar la devaluación aproximada de un cuarenta por ciento de nuestros activos,
y en segundo lugar quedar definitivamente abandonados en manos de políticos manirrotos
que ahora tendrían además la herramienta de las devaluaciones y de la inflación
para seguir empobreciéndonos a los ciudadanos, todo con tal de no desmotar el
tinglado monstruoso en que se ha convertido nuestro aparato estatal, que sin
embargo tanto les aprovecha a ellos para mantener su status.
Por si alguna duda cabía al respecto, baste saber que
quien con más ardor ha defendido esta última opción entre la clase política es nada más y
nada menos que D. Gaspar Llamazares. Si no hay más remedio, prefiero en todo
caso a las enfermeras (o enfermeros), que al doctor.
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