martes, 12 de abril de 2022

A LA MEMORIA DE MI PADRE

 


No guardo en mi memoria cuál fue la primera cofradía que vieron mis ojos, pero sí tengo la certeza de quién me llevó a verla. Y este año me falta esa mano que me acompañó en mi niñez y primera juventud en la experiencia iniciática de la Semana Santa, que para un sevillano es decir de la vida. Lo que soy como cofrade, lo que soy como hombre y como persona, a él se lo debo porque él me encauzó por la senda que marcó el devenir de mis días.

Mi padre sin embargo no fue lo que se dice un capillita: no fue hermano de ninguna cofradía y sólo salió de nazareno un año, por promesa, en los Estudiantes con la papeleta de mi tío Luis. Pero puesto a elegir entre el amplio ramillete de advocaciones vecinas de la collación del domicilio familiar en la calle Gerona, su preferencia siempre fue por la hermandad entonces radicada en la parroquia de San Román del Cristo de la Salud y la Virgen de las Angustias. Ellos lo tengan en su Gloria.

Él me acercó la música, con aquellos vinilos de “Antología de la Semana Santa” que aún conservo a pesar de los cientos de veces que habrá pasado la aguja por sus surcos, con las marchas clasiquísimas de siempre. Él me acercó a la poesía con el mítico “Como llora Sevilla” del padre Cué. Él me acercó al pregón, que escuchábamos indefectiblemente en la radio el Domingo de Pasión. En casa no faltaban el programa de “El Correo” ni por supuesto el del ABC, diario del que era asiduo lector. Y qué decir del viejo "libro de los nazarenos", con ilustraciones de Hohenleiter, que es mi herencia más preciada.

Recuerdo cada Domingo de Ramos el intento de alcanzar a ver a la Hermandad de La Paz por el Parque, empeño que las más de las veces se veía truncado por la difícil operativa de echar a andar con tres chiquillos con toda una tarde de cofradías por delante, por lo que era habitual tener que cambiar las palmeras del María Luisa por las de la Plaza Nueva. Recuerdo su compañía y su aliento en mis primeros años de nazarenito de San Benito, cuando aún formaba en el tramo de niños, primero entonces de la Virgen de la Encarnación. Recuerdo una tarde de Viernes Santo, cuando íbamos a las sillas con mis abuelos maternos, que me plantó en la Avenida delante del misterio de la Sagrada Mortaja y la impresión que me causó, que después fructificó al cabo de los años vinculándome también a esta hermandad.  O la primera vez, ya con diez añitos, que junto también con mi madre, corresponsable de mi pasión cofradiera, me llevaron a ver la Madrugada.  Recuerdo, lo recordé especialmente el otro día y lo recordaré siempre, una de mis últimas salidas con él antes de alzar el vuelo –ley de vida- en busca de otras compañías, para ver nada menos que la entrada de la Amargura con una espectacular luna creciente de Parasceve pendiendo sobre San Juan de la Palma.

Y así poco a poco me fue suscitando el interés por estas cosas que tan importantes fueron a la postre en mi vida y que tanto han representado para mí, de forma que no me explicaría lo que soy, bueno o malo, sin ellas.

Esta Semana Santa ya no está presente entre nosotros. Como tantos fue víctima de esta maldita pandemia que nos ha asolado en los últimos dos años. A él por desgracia no le alcanzó este gozoso reencuentro con nuestras tradiciones. Pero los que tenemos fe en la Vida Eterna –él era profundamente creyente- sabemos que seguirá contemplando el discurrir de nuestras procesiones desde los palcos de la plaza celeste donde están los hombres buenos que enseñaron a sus hijos a amar a Cristo y a su Madre de la forma que lo hace Sevilla. Por eso he querido, inspirado por esa preciosa marcha fúnebre, dulce y melancólica, de Manuel Font Fernández  que  lleva tal título,  dedicar estas breves líneas, modesto testimonio público de gratitud y  afecto, a la memoria de mi padre, que me acompañará siempre, y muy especialmente cada primavera cuando florezca el azahar y el aire venga lleno de ecos de cornetas y tambores.