No guardo en mi memoria cuál fue la primera cofradía que vieron mis ojos, pero sí tengo la certeza de quién me llevó a verla. Y este año me falta esa mano que me acompañó en mi niñez y primera juventud en la experiencia iniciática de la Semana Santa, que para un sevillano es decir de la vida. Lo que soy como cofrade, lo que soy como hombre y como persona, a él se lo debo porque él me encauzó por la senda que marcó el devenir de mis días.
Mi padre sin embargo no
fue lo que se dice un capillita: no fue hermano de ninguna cofradía y sólo
salió de nazareno un año, por promesa, en los Estudiantes con la papeleta de mi
tío Luis. Pero puesto a elegir entre el amplio ramillete de advocaciones vecinas
de la collación del domicilio familiar en la calle Gerona, su preferencia
siempre fue por la hermandad entonces radicada en la parroquia de San Román del Cristo de la Salud y la Virgen de las Angustias. Ellos lo tengan
en su Gloria.
Él me acercó la música,
con aquellos vinilos de “Antología de la Semana Santa” que aún conservo a pesar de los
cientos de veces que habrá pasado la aguja por sus surcos, con las marchas
clasiquísimas de siempre. Él me acercó a la poesía con el mítico “Como llora
Sevilla” del padre Cué. Él me acercó al pregón, que escuchábamos indefectiblemente
en la radio el Domingo de Pasión.
Recuerdo cada Domingo de
Ramos el intento de alcanzar a ver a la Hermandad de La Paz por el Parque,
empeño que las más de las veces se veía truncado por la difícil operativa de
echar a andar con tres chiquillos con toda una tarde de cofradías por delante,
por lo que era habitual tener que cambiar las palmeras del María Luisa por las
de la Plaza Nueva. Recuerdo su compañía y su aliento en mis primeros años de
nazarenito de San Benito, cuando aún formaba en el tramo de niños, primero entonces
de la Virgen de la Encarnación. Recuerdo una tarde de Viernes Santo, cuando
íbamos a las sillas con mis abuelos maternos, que me plantó en la Avenida
delante del misterio de la Sagrada Mortaja y la impresión que me causó, que
después fructificó al cabo de los años vinculándome también a esta hermandad. O la primera vez, ya con diez añitos, que junto
también con mi madre, corresponsable de mi pasión cofradiera, me llevaron a ver
la Madrugada. Recuerdo, lo recordé
especialmente el otro día y lo recordaré siempre, una de mis últimas salidas
con él antes de alzar el vuelo –ley de vida- en busca de otras compañías, para
ver nada menos que la entrada de la Amargura con una espectacular luna
creciente de Parasceve pendiendo sobre San Juan de la Palma.
Y así poco a poco me fue
suscitando el interés por estas cosas que tan importantes fueron a la postre
en mi vida y que tanto han representado para mí, de forma que no me explicaría
lo que soy, bueno o malo, sin ellas.
Esta Semana Santa ya no
está presente entre nosotros. Como tantos fue víctima de esta maldita pandemia
que nos ha asolado en los últimos dos años. A él por desgracia no le alcanzó
este gozoso reencuentro con nuestras tradiciones. Pero los que tenemos fe en la
Vida Eterna –él era profundamente creyente- sabemos que seguirá contemplando el
discurrir de nuestras procesiones desde los palcos de la plaza celeste donde
están los hombres buenos que enseñaron a sus hijos a amar a Cristo y a su Madre
de la forma que lo hace Sevilla. Por eso he querido, inspirado por esa preciosa
marcha fúnebre, dulce y melancólica, de Manuel Font Fernández que lleva tal título, dedicar estas breves líneas, modesto testimonio público de gratitud
y afecto, a la memoria de mi padre, que
me acompañará siempre, y muy especialmente cada primavera cuando florezca el
azahar y el aire venga lleno de ecos de cornetas y tambores.