Comentaban
el otro día en Ópera Actual la obsesión que
últimamente se aprecia en los cantantes por el gimnasio, las dietas e
incluso la cirugía estética. No me extraña, dada la cada vez más acentuada
tendencia de los registas a introducir desnudos o semidesnudos en la escena a
poco que se tercie. Uno no debe sorprenderse de ver escenas tórridas en una Lulu (exhibición
de Barbara Hannigan en la producción de La Monnaie del mes pasado). Pero ver
desnudos en un Don Giovanni (Milán), en una Carmen (Ópera de Lyon), o incluso en Stradella (Cesar Frank), en la
Ópera de Lieja, donde no viene en absoluto a cuento, se va haciendo lo habitual.
A una de las divas del momento, como es Anna Netrebko, la hemos visto ligerita
de ropa más de una vez. Y no sólo afecta a ellas. En la reciente producción del
MET de La tempestad de Thomas Adès,
Simon Keenlyside se lleva toda la función luciendo pectorales tipo
Schwarzenegger.
Pero una cosa es el desnudo, y otra cosa es el mal
gusto y el sexo explícito. Ya tuvimos un ejemplo con el escandaloso Julio César de Salzburgo de la pasada
primavera (Moshe Leiser y Patrice
Caurier sus autores) y ahora nos llega uno nuevo con La Traviata recientemente
estrenada en La Monnaie de Bruselas, con dirección escénica de la alemana
Andrea Breth, que el sábado fue retransmitida en streaming por ARTE Live Web.
No voy a criticar que se ubique el primer acto en un prostíbulo de lujo en el
que corre la coca o que se haga de la protagonista en el tercero una homeless que duerme en la calle, rodeada de yonkis y de fulanas baratas,
porque al fin y al cabo la Valery era una prostituta. Pero empezamos porque no
se puede consentir que en uno de los momentos más esperados del papel de
Violeta (Sempre libera..) salga una
vieja gorda –Annina- haciendo el indio (vaya el papelón de la señora, Carol
Wilson por más señas, entre esto y el simulacro de felación del tercer acto)
distrayendo la atención que debe estar en ese momento absolutamente centrada en
la cantante. Esto de todas formas tiene un pase. Lo que no lo tiene es el
muestrario de prácticas sexuales, incluida la pedofilia, que se exhiben,
especialmente en la escena final del segundo acto.
El asunto ha levantado la lógica polémica, en la que afamados
directores como Olivier Py o Krzysztof Warlikosky entre otros se han decantado
en favor de la libertad del arte y del artista. A mi esto de la libertad me
suena muy bien, pero libertad no puede ser nunca carta blanca para hacer
absolutamente lo que a uno le de la gana. Si Breth quiere hacer cine porno, que lo haga y
allá ella si puede incurrir incluso en algún tipo penal. Pero la libertad
conlleva responsabilidad, y la responsabilidad incluye el respeto. La libertad
del director de escena, que no trabaja sobre una materia virgen, tiene el
límite del respeto a la música de Verdi, al libreto de Piave y si se quiere
incluso a la novela de Dumas en que se
inspira. Debería tener el límite del respeto a los cantantes, que son también
artistas, y no de streptees ni de cine x precisamente. Y sobre todo debe tener
el límite del respeto al público que asiste a la ópera, que no va generalmente
a ver este tipo de espectáculos de mal gusto. Si quiero ver sexo ya se a donde
tengo que ir. La ópera no es ni la sala
Bagdad de Barcelona, ni una página de películas guarras. Así que el que quiera
libertad que se busque otro medio de expresión, o cree sus propias obras y no
ensucie las de los demás. Porque lo grave además del asunto es la gratuidad de
tales exabruptos, que no aportan nada a la
obra. Traviata es una historia de sentimientos enfrentados a los prejuicios y moral
de la época, no de bajas pasiones. Y el desgarro emocional que este
enfrentamiento provoca lo expresa sobradamente la música de Verdi.
Con todo esto, la música precisamente, que es lo
importante, queda en segundo plano. Sébastien Guèze canta un Alfredo que yo
nunca he escuchado (este no es mi Alfredo, que me lo han cambiado), y no me
gusta. Simona Saturova, debutante como Violeta Valery, tiene una hermosa y delicada voz pero le falta dramatismo en algunos
pasajes (Amami Alfredo!). Giorgio
Germont es para mi uno de los personajes más odiosos del repertorio operístico,
por su hipócrita moralina del qué dirán de la que se arrepiente cuando nada
tiene remedio, aunque su papel incluya
una de las arias más bellas para su registro (Di Provenza il mar, il sol..). Scott Hendriks simplemente es que no
da el tipo, y aunque no cantó mal, su actuación no me resultó creíble. Lo mejor
sin duda fue la dirección de Adam Fischer, que hizo una lectura plena de expresividad y
dinámicas contrastadas. En su debe, el consentir como director musical los
excesos de la directora de escena.
Porque al final lo que sorprende es cuánta gente tiene
que callar y consentir para que se produzca un despropósito tal, y lo hagan. El
público aplaude acrítico cuando cae el último telón. Y supongo que entre ese
público, los padres de la inocente niña protagonista de la escabrosa escena,
que saluda al final de la representación junto con el resto de figurantes. ¿No existe
en la burocratizada Bélgica nada parecido a un defensor del menor?
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