Tarde de Viernes Santo.
Tarde oscura de dolor y muerte. La tarde más aciaga de la historia de la
humanidad. Y en medio de tanta desolación, ahí está María sosteniendo en sus
brazos el cuerpo exangüe de nuestro Salvador. Es la piedra que desecharon los
arquitectos, pero no así su madre, mujer sencilla y bendita de Nazaret, Madre
nuestra de la Piedad.
Los arquitectos de este
mundo de hoy, los que construyen una sociedad materialista que no sabe a dónde
va porque no encuentra sentido, ahogada en el hedonismo y el consumismo, siguen desechando aquella piedra.
Creen tenerlo todo controlado. Creen poder asegurarnos el paraíso en la Tierra,
y sin embargo no pueden defendernos de un simple virus. La soberbia del hombre es
superlativa. Cree poderlo todo con su ciencia, pero a la vista está que la
ciencia no lo resuelve todo y en todo momento. ¿Quién hará justicia a las decenas
de miles de fallecidos en condiciones inhumanas? ¿Podemos esperar en la justicia de los hombres? ¿Dónde serán
recompensadas las víctimas inocentes de nuestro mundo, a quienes la ciencia no
alcanzó a salvar? Sólo con una perspectiva trascendente podemos confiar en una
verdadera Justicia.
Es necesario un momento
de reflexión, un acto de humildad. Desearía estar esta tarde, como tantos Viernes Santos, con María, junto a la cruz, con la
gente sencilla que la acompañó en aquellos tristes momentos, y que no desesperaron
a pesar de la injusticia que tenían delante. Quisiera adentrarme en secreto
entre los blancos muros del exconvento de la Paz. Atravesar sin que nadie me
vea el compás, pasar a hurtadillas ante el alto ciprés que tanto sabe de nuestra vida
de hermandad, y alcanzar la recogida soledad
de la iglesia. Y allí arrodillarme ante el misterio, despojado de apriorismos y
certezas mundanas, a contemplar el cuerpo maltrecho de nuestro Padre Descendido
de la Cruz y la consoladora Piedad de su Madre. Hacerme humilde y sencillo,
como fueron los discípulos, gentes del pueblo llano, e intentar escuchar y sacar
las enseñanzas que en este momento difícil puede insuflarnos el Espíritu.
Este año, la tarde del
Viernes Santo será especialmente triste porque me faltará, nos faltará a todos
los hermanos de la Sagrada Mortaja, la cercanía física de nuestros Titulares, aunque
los tengamos en el corazón. Pero igual llegará, no lo dudéis, la mañana del Domingo
de todos los domingos. Igual llegará el anuncio de la Resurrección, de la victoria
de la Vida sobre la muerte, como llegará el día en que hayamos superado esta
epidemia. Llegará el día en que Dios hará su justicia. Las mujeres que ahora se
arrodillan ante su cuerpo sin vida -Magdalena, Salomé, Cleofás- correrán a proclamar,
porque se lo dijo el ángel, que ya no está entre los muertos el que Vive. Y el
Jesús del madero volverá a estar en la mar de Galilea junto a los suyos. Y será
entonces la Piedra Angular. Incluso aunque nosotros, ¡ay!, sigamos
probablemente sin enterarnos.
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