Ha sido sin duda el Domingo de
Ramos más triste de mi vida. Hay razones evidentes, pero otras van por dentro. Y no pudo mi pena recibir el consuelo de la tuya, Amargura, que te quedaste encerrada, como todos nosotros, sin poder lucir por
las calles de Sevilla tu remozada belleza. Ni el tuyo, Estrella, que tanto
significas en mi vida, y que no pudiste volver a procesionar desde tu antigua casa de
San Jacinto, donde te conocí siendo niño. Tampoco el tuyo, Hiniesta, que este
año no viniste a inundar con tu río azul y plata las calles de mi barrio, que
estuvo triste y apagado toda la jornada, incluso cuando el sol se hace dueño de
Relator, a la hora de marcharse hasta otro día.
No hubo blancura de Paz
por el parque, ni banquete eucarístico en los Terceros. No hubo bulla en la
plaza de Molviedro, ni entrada triunfal en la Campana. No hubo Amor que midiese
las estrecheces de Francos, ni hubo Gracia derramada desde Puerta Osario. Ni hubo fiesta
en Triana o la Alameda. Ni cantos de ángeles por Sor Ángela. No hubo marchas. No hubo incienso. No hubo niños estrenando túnicas blancas. No hubo gente por la calle endomingada. No hubo ni ramos ni
palmas. No hubo siquiera espera ilusionada. No hubo nada.
Este año todo fue
ausencia. Sólo la memoria podía proporcionarme asideros donde agarrarme. Donde
poder ubicarme y orientarme en este desierto desconocido para nosotros de una
Semana Santa sin cofradías. Donde poder anclar la experiencia de un Domingo de
Ramos en este escenario insólito. Memoria de días felices que tal vez no se
repitan. La memoria de nuestras Semanas Santas es la memoria de nuestra vida. Todos
los años buscamos revivir esas experiencias ligadas a nuestras devociones que
van dejando marcas en nuestro existir. Pero este año la memoria se quedó sola, abandonada,
sin materia en que corporeizarse. Quizá podía haberme abstraído, y vivir la jornada
como otro día cualquiera, dentro de la monótona rutina que nos impone el
confinamiento. Olvidarme de lo que marca el calendario y anestesiar así el
sentimiento. Pero no pude. Sucumbí a la tentación de sentir, aunque fuese
dolor, porque lo contrario, no sentir, es como estar muerto. Y fui rememorando
con nostalgia hora a hora, sitio a sitio, música a música, rezo a rezo. ¡Ay,
cuánto duele el recuerdo cuando quiere y no puede hacerse vivencia! Ayer, como
al poeta, la memoria escogió el camino más corto para herirme.
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