Verdi había casi alcanzado la barrera de 80 años,
edad avanzadísima para la época, cuando le dio por componer una obra totalmente
distinta a las que le habían dado la fama y la gloria. Todo un reto que sólo
los genios, como el de Bussetto, tienen la capacidad y el coraje de afrontar.
Distinta en la temática -Verdi no componía una ópera bufa desde hacía más de
cuarenta años, cuando estrenó la prácticamente olvidada “Un giorno di regno” - y en lo musical, apostando por una fórmula de diálogo
y melodía continuos, en lugar de las
tradicionales arias, dúos, etc.
Sir Jhon Falstaff, que “cuando
era paje del duque de Norflok era delgado… ligero, gentil...” es ahora
un viejo gordo, borrachín y mujeriego, que aún se cree con encantos para
encandilar a las damas (algo que nos pasa a tantos). Boito, autor del libreto,
se basó en textos de Shakespeare, como “Las alegres comadres de Windsor” y
“Enrique IV”. Que por cierto, me he enterado por Elvira Roca (Imperiofobia y leyenda negra) que presumiblemente el
gran bardo era católico, y no anglicano,
motivo por el cual nunca mostró inquina a los españoles, como otros paisanos de
su época.
Falstaff es una obra tan particular dentro de la
producción verdiana que la habré visto casi una decena de veces, y sin embargo
todavía no le he cogido el punto. Es una ópera que, a pesar de su indudable
calidad, se me resiste (mea culpa, mea culpa). Y ayer, en el Maestranza, me
ocurrió lo mismo. Se me resistió prácticamente hasta el tercer acto, el único
que me resultó redondo, incluso en lo escénico. Para empezar, es
una partitura desagradecida para los cantantes, que no tienen momentos de
especial lucimiento. La única excepción es quizá la de Nannette, y bien que lo
aprovechó la joven Natalia Labourdette para convertirse en la más destacada del
elenco femenino. Por su parte, Kiril Manolov –que aquí podríamos llamar cariñosamente
Manolón, por su enorme humanidad- fue en un crescendo, de menos a más, que a mi
particularmente, que había pagado la entrada completa, me supo a poco. Halffter
no anduvo fino en el balance entre voces y orquesta, de manera que esta tapaba
a aquellas, por lo general pequeñas, en más de una ocasión. Demasiado embarullamiento
en los pasajes en que todos cantan a la vez (¿nonetos?) en el primer acto. En
definitiva, sólo el último acto me pareció brillante en su conjunto, con
notable aportación, como siempre, del coro.
Al final, después de burlados
el burlador y su contendiente, el patriarcal Ford (encarnadores ambos del más
rancio machismo), llega la famosa fuga en la que Don Giusseppe, con la
sabiduría que da la cercanía del final de la suya, nos desentraña el misterio de la vida: tutto nel mondo é burla. Después de
habernos hecho llorar con Violetta, con Aída, con Gilda y Rigoletto, con Don
Carlo, con Leonora, con Desdémona…ahora,
sentado el viejo Falstaff en la boca del escenario, con los pies
desenfadadamente colgando sobre el foso orquestal, se despide quitando hierro
al asunto de la existencia. Puede que al
fin y al cabo sea cierto aquello de que no es más que “una mala noche, en una
mala posada”. Tomémosla con humor y alegría, que quizá, probablemente, algún
día, nuestras penas serán redimidas.
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