Daniel Barenboim es uno de los mejores directores de orquesta
del mundo (para algunos el mejor) aparte de afamado y precoz pianista (debutó
en su Buenos Aires natal a la edad de siete años). Como es lógico ha dirigido a
las principales formaciones musicales, desde la English Chamber Orquestra a las
Filarmónicas de Viena y Berlín, pasando por la New Philharmonia Orchestra, la Orquesta Sinfónica de Chicago,
la Filarmónica de Londres, la Orquesta de París o la Staatskapelle de Berlín,
aparte de haber fundado su propia orquesta, la West-Eastern Divan (WEDO). Como
consumado wagneriano, a pesar de ser judío, ha dirigido repetidamente en
Bayreuth, así como en el resto de los principales templos de la ópera. Ha sido también director musical general de la Deutsche
Staatsoper (la ópera estatal de Berlín conocida como Unter den Linden) y
del Teatro alla Scala de Milán. Es en esta última ciudad donde ocurrió
la anécdota que motiva este comentario.
En el prestigioso marco de la más famosa sala de conciertos y
de ópera de Italia, Barenboim ofrecía como pianista probablemente su última
actuación siendo aún director del teatro, antes de que tomase su relevo el
milanés Riccardo Chailly. Era el 22 de diciembre del pasado año y como
curiosidad diré que el precio de las entradas iba desde los muy módicos 6,5.-€
hasta los 85.-€. Iba a comenzar el concierto, con el que se completaba el ciclo
de las sonatas de Franz Schubert, y a la derecha del escenario eran repetidos los fogonazos de flash que rompían
la penumbra ambiental que es habitual en estas ocasiones. El célebre pianista
abordaba las primeras notas de la sonata D845 del compositor alemán, y los
fogonazos no cesaban. Barenboim interrumpe de pronto la interpretación, se
levanta y se dirige hacia la persona que perturbaba su concentración con el
dichoso flash, que además al parecer no era la primera vez que lo hacía y había
sido ya reprendida en días anteriores por el maestro, aparte de que como es sabido, en las salas de concierto está
habitualmente prohibido hacer fotos, con o sin flash. ”Señora -le espeta, genio
y figura, Barenboim- yo intento darle lo mejor pero usted no lo respeta. Se lo
he dicho en cada concierto, la primera vez en tono amable, pero esta vez ya va
en serio. Los que hacen fotos durante los conciertos son maleducados” concluyó
su reprimenda el artista entre los aplausos del público, antes de reemprender
la sonata schubertiana.
No sé si Barenboim habrá contemplado alguna vez nuestra
Semana Santa, a pesar de que hace ya tiempo que viene por aquí todos los años.
La última vez en el mes enero para ofrecer el concierto con programa mozartiano
–como director y pianista a un tiempo- que ya comenté. Si lo hiciera podría
contemplar como en este caso no es una señora sino cientos o miles de
criaturitas con teléfono o cámara en ristre los que rompen son sus flashes el
recogimiento de la oscuridad en tantos rincones de la ciudad al paso de
nuestras cofradías. A la estética barroca de nuestras hermandades no les va el
exceso de luz eléctrica, y cuando solicitan incluso al Ayuntamiento que se
apague el alumbrado público en tal o cual calle o plaza no es precisamente para
que ahora venga a estropearse el ambiente de penumbra tenebrista que se crea
con otros elementos lumínicos que no sea la propia luz de cirios y velas. A
todos esos que con muestras de un egoísmo exacerbante no tienen reparo en molestar
la visión de los demás para llevarse ellos su fotito a casa les diría:
“Señoras y señores, las cofradías intentan darles lo mejor
que tienen, pero ustedes no lo respetan.
Los que hacen fotos con flash a los pasos, especialmente en lugares
expresamente oscurecidos, son unos maleducados”
(El discurso podría repetirse con otros elementos perturbadores:
el móvil que suena en el momento de silencio, el aplauso a destiempo, la pandilla
de niñatos que van armando jaleo… Escójanlos ustedes mismos y dense el gusto,
como Barenboim, de cantarle las cuarenta a los impertinentes. Pero no se olviden
de una cosa: disfruten todo lo que puedan mientras les dejen).
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