viernes, 18 de octubre de 2013

ATARDECER

            El ciervo es quizá el animal más bello de entre los que aún podemos contemplar en estado salvaje en nuestra geografía. Su porte es altivo, su movimiento elegante, y su carácter huidizo y esquivo. Tiene un cierto aire de misterio. Sobre todo los grandes machos son difíciles de ver porque rara vez abandonan  la espesura escondida del bosque. Aquí no tenemos el ciervo blanco de la mitología céltica, del que sólo de tarde en tarde se avista algún ejemplar,  pero nuestros venados rojos son también resistentes al ojo humano, y se camuflan extraordinariamente en el entorno. Sólo en ocasiones se asoman  a los claros donde pueden ser más fácilmente vistos.
           Me gusta salir en su búsqueda, sólo para contemplarlos, por parajes de Sierra Morena o Doñana. Especialmente en la época del apareamiento, en que tienen lugar los ritos atávicos de la berrea. Este año me acerqué al Parque Natural de Hornachuelos, en Córdoba. Hay sin duda una gran población de estos animales en estas sierras,  pero no tuvimos mucha suerte. Allí la mayoría de las fincas y caminos son particulares y no es fácil encontrar lugares para el avistamiento a quien va por libre. De hecho,  el encargado del centro de visitantes del parque parecía no querer dar demasiada información. Me recordó  aquellas películas en que alguien está interesado en alejar a los forasteros del pueblo para ocultar algún secreto. En este caso no íbamos a llevarnos nada, ni siquiera las bellotas esparcidas bajo los árboles. Sólo se trataba de mirar y escuchar, pero con tanta cortapisa apenas pudimos divisar un par de hembras y oir algunos bramidos lejanos.  

              A pesar de todo mereció la pena el paseo siquiera fuera para disfrutar de la quietud  del monte  y del juego de las luces y las sombras a la hora en que el día se acerca  a su fin. Desafiando las prohibiciones,  nos adentramos en una finca por el camino que discurría junto al cauce seco de un arroyo,  a través de un bosque adehesado de encinas y alcornoques, con abundancia de jara, romero y lavanda. Imperaba un ambiente de paz. Una paz que se hacía sensible, que se oía –en el silencio sólo quebrado por los quedos sonidos  de una naturaleza en calma- , que se respiraba –en el aire templado y aromático- que se veía –en la suavidad de las luces y los colores-, y al mismo tiempo traspasaba los sentidos para llegar al espíritu. Por algo desde antiguo estas soledades fueron lugares de retiro monacal. Buscábamos un calvero con buena visibilidad para observar la aparición de algún ejemplar, pero no lo encontramos. Sólo por unos instantes vimos unas hembras cruzando una trocha, antes de que uno de los guardas, con quien podíamos haber jugado al escondite, nos invitara amablemente a marcharnos. Entretanto, la luz fue cayendo, dorando las laderas de los montes y tiñendo de rosa las nubes que salpicaban el cielo. A medida que el día se apagaba se fue incrementando el canto de celo de los machos, aunque  ya no había posibilidad alguna de verlos. La noche había caído y era hora de regresar a casa. Atrás quedó el bosque oscuro, con sus duendes, sus misterios y sus señores, coronados con airosas cornamentas, luchando por la supremacía en sus harenes.




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