Al atardecer del Viernes
Santo, todo se ha consumado. El peso de la tragedia del Dios hecho hombre cae
como una losa sobre la humanidad. Es el gran día de luto para la Iglesia. Según
los textos sagrados una densa oscuridad había cubierto la tierra desde el mediodía
hasta las tres de la tarde. El sol se había eclipsado, según había predicho el
profeta Amós
Sucederá
aquél día que en pleno mediodía yo haré ponerse el sol, y cubriré la tierra de
tinieblas en la luz del día ..lo haré como duelo de hijo único….
Sí, parece como si Dios
hubiera cerrado los ojos para no ver la muerte de su Hijo. La oscuridad cubrió
aquella tierra palestina durante varias horas. ¡Qué sensación de fracaso,
qué abatimiento debió cernirse sobre
aquellos pocos discípulos que decidieron seguir a Jesús hasta el final porque sólo Él tiene
“palabras de vida eterna”!
Jesús había pasado en pocos
días de ser el rey aclamado entre palmas y ramos de olivo, a ser el reo
ajusticiado, abandonado incluso por muchos de los suyos. Sólo unos pocos fieles
permanecen con Él hasta darle sepultura. Ahí están José de Arimatea, que era
discípulo pero lo ocultaba por miedo a los judíos pues era también miembro del
sanedrín y había pedido permiso a Pilato para descender el cuerpo del
crucificado. Llegó también Nicodemo, con unas cien libras de una mezcla de
mirra y áloe. Juan, el discípulo amado que permaneció siempre al pie de la
cruz, como María Magdalena, María de
Cleofás y María Salomé, rodeando todos el cuerpo inerte del Maestro que es sostenido piadosamente en los brazos de su Madre para envolverlo “en
lienzos con aromas, como acostumbraban los judíos a sepultar”.
Eran los momentos de duda,
de zozobra, de incredulidad ante lo que estaba pasando, como tantos que nos
asaltan en la vida cuando las cosas no resultan como esperábamos ¿pero cómo
puede pasarme a mí esto? ¿pero cómo puede permitir Dios que ocurra tal cosa? No tenemos los
cristianos una explicación clara acerca del por qué de tales sufrimientos, que
incluso el propio Dios padeció cuando habitó entre nosotros, pero sí una
propuesta de respuesta en forma de atención piadosa y compasiva hacia los que
sufren siguiendo el ejemplo de nuestra Madre. María, Madre de Piedad y Misericordia, decimos los
hermanos de la Sagrada Mortaja cuando rezamos el Rosario. Pues eso, un poquito
más de piedad y un poquito más de misericordia aliviarían muchos sufrimientos en el mundo.
Es dura la tarde del Viernes
Santo, es terrible. Los hermanos de la Piedad salimos a la calle y presentamos
a Cristo muerto. Ahí está, el cordero inocente, sin mancha, muerto por nuestros pecados. Nos lo recuerda
el Evangelista San Juan:
Existía la luz verdadera, que con su
venida a este mundo ilumina a todo hombre.
Estaba en el mundo, el mundo fue hecho
por él, y el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron ...
Dios se ha encarnado
rebajándose a asumir nuestra propia condición y esta es la respuesta que ha
recibido de su criatura. Pero es que esto no es una cosa que pasara hace dos
mil años. Es que Cristo muere cada día y
a cada hora cuando el hombre se rebela contra su Creador y rompe los lazos con
Él. Cristo muere cuando la codicia y la
avaricia de unos cuantos es causa de la pobreza y la miseria de otros muchos. Y
Cristo muere cuando alguien cae en la marginación o en la desesperanza porque
nadie le tiende una mano de amistad y de cariño. Y Cristo muere en las víctimas
de las guerras y de la violencia fanática.
Y Cristo muere porque estamos
implantando una cultura en la que la
vida humana es algo mercantilizable, manipulable y prescindible cuando no nos
interesa. Y muere cuando el afán de lucro y de poder nos lleva a no tener más
meta que el éxito económico o profesional sin importarnos a quienes ni cómo
-acaso de nuestra propia familia, acaso amigos o compañeros- vamos dejando en el camino.. Y Cristo muere
tantas y tantas veces....hay tantos Viernes Santos aunque sólo rememoremos
uno...
Sí, el que era luz del
mundo baja al reino de las tinieblas. Pero nosotros, sus seguidores, que anunciamos
su muerte, al mismo tiempo proclamamos su resurrección. Porque, por designio
del Padre, Cristo, en primicia, ha vencido al último adversario del hombre: la
muerte misma. Por eso estamos aquí. No estamos
para recrearnos en la contemplación del mal de la muerte, sino para
celebrar el triunfo, a pesar de todo, del bien y de la
vida. Porque pese a todas nuestras miserias la misericordia de Dios nuestro
Padre así lo quiere para nosotros. Por esa fe y esa esperanza en la Resurrección es por lo que en la
desolación de una noche trágica puede
surgir la dulzura de una de una estampa
como la que contemplamos en nuestro paso. Lo que predomina en él no es una
imagen de desesperación y angustia, sino de ternura. Sin esa
visión desde la fe en la resurrección no sería posible, no tendría ningún
sentido. Jesús habría sido un fracasado más de la historia devorado hace tiempo
en las fauces del olvido. Nosotros hoy, sin embargo, queremos seguir siendo
testigos suyos, como aquellos primeros seguidores que permanecieron fieles al
pie de la cruz, y aportamos al mundo un mensaje de esperanza.
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