Leía este verano el último ensayo publicado de Mario Vargas
Llosa, tan brillante como de costumbre, titulado “La civilización del espectáculo”.
En él, el Nobel hispano-peruano defiende que “el
primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde
divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de
vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría
reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento,
humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas
deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a
pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias a veces inesperadas. Entre
ellas la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y, en
el campo específico de la información, la proliferación del periodismo
irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo”.
Un ejemplo muy claro
de esto lo tenemos, por lo general, incluso en prensa de prestigio, en la
información sobre la religión o de temática religiosa. Por no entrar en otros
temas más escabrosos, recuerdo hace unos meses un titular en El Mundo, en
información firmada por el inefable José Manuel Vidal, que decía ·Los católicos
franceses contra el teatro español. Leías después el texto y resultaba que se
trataba de una vigilia de oración convocada por el arzobispo de París en
desagravio por el estreno de la obra de un autor hispano-argentino de carácter
posiblemente balsfemo, porque ya se sabe que, hoy día, ofender los sentimientos
religiosos católicos sale gratis, a diferencia de lo que ocurre con otras
religiones, y además da publicidad. Pero la imagen que se desprende del
llamativo titular es poco menos que la
de la Iglesia católica francesa promoviendo quemas de libros de Lope, Calderón,
Valle-Inclán, García Lorca o Buero Vallejo. Nada más lejano de la realidad,
pero muy apropiado a los cánones de la civilización del espectáculo.
La más reciente
muestra de este fenómeno la tenemos con motivo de la publicación del último
libro de Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”. A la prensa
no se le ha ocurrido resaltar otra cosa que un aspecto puramente anecdótico. Así por
ejemplo en “El País” de 21/11/12 hemos podido leer “El Papa afirma que no había ni mula ni buey en el portal de Belén”. Otros
titulares por el estilo han sido “Ni mula ni buey: el Papa pone patas arriba el portal de Belén” (Sur, Norte de Castilla,
Hoy..) “Jesús
no nació en Belén junto a un buey y una mula, según el Papa” (La
Vanguardia) o “¿Debemos
quitar la mula y el buey del Belén esta Navidad?” (ABC).
Para empezar el Papa – que escribe el
libro como simple teólogo, no como pontífice- le dedica al tema una página, a
modo de “pequeña divagación”, y no dice exactamente que no hubiera mula ni buey
en el portal. Se limita constatar que ni el evangelio de Lucas ni el de Mateo,
que son los que tratan el nacimiento de Jesús, los mencionan. Esos textos
llevan casi dos mil años con nosotros, con lo que no puede decirse que esto sea
nada noticiable. Pero a continuación lo que hace precisamente es explicar la
presencia de tales figuras en las representaciones del portal desde muy
temprana hora, basándola en referencias de Isaías, Habacuc y Éxodo, para terminar expresamente diciendo: “Ninguna
representación del nacimiento renunciará al buey y al asno.”
Benedicto XVI aborda muchas
cuestiones profundas y trascendentes, al menos para los creyentes, en su libro.
Algunas ciertamente comprometidas para la mentalidad de nuestro tiempo, como la
virginidad de María. Ratifica la
historicidad esencial de los relatos frente a las “conjeturas personales” de
quienes la cuestionan. Reafirma la verdad de Dios, que se opone a “la
multiforme mentira del hombre, a su egoísmo y su soberbia”. Interpela: “¿qué
cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios?” O denuncia
la teología “que se agota en la disputa académica”.
Pero claro,
todo esto es demasiado serio para el ambiente de frivolidad, de superficialidad
y de vacuidad en que se mueve hoy día nuestra
civilización. Entrar en ello requiere
reflexión, análisis…¿A quién, entre el gran público, le van a interesar esas
cosas? Es mejor quedarse con el chascarrillo de la mula y el buey, que
entretiene y hace gracia y se puede hablar de ello en la barra de un bar (y
nada más que en la barra de un bar). Ahora surge la cuestión de si los Reyes
Magos eran “andaluces”….Es lamentablemente “el espíritu de nuestro tiempo”. Hemos preferido quedarnos en lo banal y renunciar a lo
esencial, tendiendo a convertirlo todo
en puro pasatiempo. No es que lo diga yo, lo dice Vargas Llosa, y creo que
tiene razón.
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