La disparatada situación que estamos viviendo en la
cinco veces centenaria Universidad de
Sevilla en estos días de “parón” es buena muestra de cómo determinadas
libertades colectivas, mal entendidas, son contrarias e incluso incompatibles
con los derechos y las libertades individuales.
En su día, los revolucionarios franceses vieron este
peligro y declararon la interdicción de los
fenómenos asociativos (edicto Turgot,
Ley Chapellier), recelosos del efecto que estos podían tener sobre los
recién conquistados derechos de la persona. Desde nuestra perspectiva actual resultan
chocantes estas prohibiciones, pues el derecho de asociación y de actuación
colectiva están ampliamente reconocidos desde las más amplias esferas de los
derechos humanos, hasta el concreto ámbito laboral y en otros muchos. Pero una
cosa es que los individuos libremente se organicen para la defensa de sus
intereses grupales, y otra cosa es que de esa actuación concertada pueda
derivarse la anulación del derecho individual.
Esto último quizá sea permisible en un régimen político
de tipo colectivista –que tanto parecen añorar algunos-, pero en un sistema
democrático liberal –únicos adjetivos que casan bien entre sí sin hacerse daño- no puede ser así. Ningún acuerdo colectivo por mayoritario que
sea puede ir en contra de derechos
individuales básicos.
Por eso, en nuestros ordenamientos laborales, se
defiende tanto la libertad de sindicación, como también lo que conocemos como el
“derecho de afiliación negativo”, esto es, el derecho a no afiliarse a ningún
sindicato, sin que ello pueda tener consecuencias negativas para quien así lo
decida. En cuanto a la regulación del derecho de huelga, tanto ha de respetarse
este como el derecho al trabajo de los trabajadores no huelguistas.
En la Universidad de Sevilla hoy asistimos a una
situación en que al amparo de una delirante regulación –un reglamento interno
de una universidad pública que permite la conculcación de derechos
constitucionales-, y con la ayuda de una permisiva actitud por parte de las autoridades
académicas –que no han puesto celo alguno en el control del cumplimiento de los
requisitos exigibles por la propia norma- nos encontramos
con que por la acción de unos cuantos agitadores y manipuladores profesionales
se tiene secuestrada a toda la comunidad universitaria que no puede ejercer libremente
sus derechos, mientras ellos juegan a la
revolución con sus encierros y sus cositas.
Tenemos el ejemplo de la vecina UPO, en la que se dice
que el seguimiento del paro, de carácter voluntario, ronda el 56%. Es decir, muy escaso si
descontamos el volumen habitual de inasistencia a las clases.
Aquí sin embargo no pueden impartirse clases, ni
realizarse evaluaciones, ni siquiera tener tutorías. Paradójicamente las bibliotecas sí
siguen abiertas. Es decir, que lo que básicamente se impide es la actividad de contacto
y comunicación profesores-alumnos, algo que creo pertenece incluso a la esfera
más íntima de los derechos de la persona. ¿Puede ser peligroso que me vean
hablando con algún alumno, no vaya a ser
que se interprete como una violación del
“parón”? Dice hoy el periódico que algunos los hacen clandestinamente. Yo no me atrevo. Sólo falta la Stasi acechando por el campus.
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