Esta semana hemos asistido a una de las tropelías más grandes perpetradas contra el sufrido pueblo español a lo largo de toda su historia. Nuestros supuestos “representantes” acordaron privarnos de parte de nuestros derechos constitucionales de una forma groseramente contraria a la letra y al espíritu de la Constitución, instaurando una situación de excepcionalidad que sobrepasa todo límite admisible en un estado democrático y derecho. El golpe asestado a nuestro régimen constitucional por quienes deberían velar por él es verdaderamente tremendo.
La
deriva dictatorial de nuestra nación parece hoy día imparable. Más que nunca
nuestra democracia está amenazada. Porque la traición ha sido consumada con el
consentimiento de la casi totalidad del
arco parlamentario, incluido el Partido Popular, que una vez más para vergüenza
de sus votantes y simpatizantes, adoptó una postura de derechita cobarde, entregada con armas y bagajes al consenso progre
desde la semana anterior. Todos esos rufianes y mequetrefes, a quienes sólo
parece importar cobrar sus sueldos y sus dietas a fin de mes, han decidido desertar del hemiciclo, renunciar a su función de control y fiscalización del ejecutivo en nuestro
nombre y han dado carta blanca a un dictadorzuelo que después de haber ganado
el campeonato mundial de mala gestión de la pandemia (primera parte) va a
seguir jugando a su antojo con nuestras vidas y haciendas -ahora con la colaboración de los aprendices de brujo autonómicos- nada menos que durante seis meses más, como poco.
Sólo
nos queda la esperanza de los tribunales –todavía independientes mientras el
gobierno liberticida no consiga controlarlos como pretende- y de las
instituciones europeas, que constituyen nuestra última tabla de posible salvación.
Mientras tanto, la sociedad española asiste entre adocenada e indefensa a este
expolio de su soberanía, a esta auténtica humillación perpetrada por quienes
deberían defenderla, esperando que le digan cuándo tiene que tocar las palmitas
para festejar la anulación de sus libertades.
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