Practico el deporte del
ciclismo desde hace mucho tiempo (¿veinticinco, treinta años?) aunque nunca lo
he hecho a nivel competitivo. Me gusta pedalear, a veces por carretera, a veces
por caminos perdidos. Cada modalidad tiene su encanto. Hacer un buen porrón de
kilómetros disfrutando de los paisajes, del contacto con la naturaleza, de la
sensación de ligereza cuando la bicicleta se desliza por un buen asfalto, de la recompensa moral del esfuerzo cuando superas una buena subida...Como
aficionado he seguido entusiásticamente cada año las hazañas de Perico, Induráin o Contador
pegado al televisor en las sobremesas de las tardes veraniegas.
La política es un vicio que tengo
desde que me alcanza la memoria. Siempre me ha atraído y aunque en más de una
ocasión he intentado desentenderme de ella -no estar todo el día pendiente de
su actualidad, de sus problemas, como
hacen tantos ciudadanos que viven así más felices- siempre he vuelto a caer.
Soy de los que piensan que no por no ocuparte de la política, ella va a dejar
de ocuparse de ti. Sin embargo no ha sido sino hasta época bien reciente que
decidí dar el paso de la militancia, afiliándome a un partido político que tras
gobernar ocho años en España, acababa de perder de forma inesperada y
traumática las elecciones generales.
Lamentablemente ambos mundos, el del
ciclismo y el de la política, se vienen viendo convulsionados últimamente por
asuntos feos y escabrosos en cierto modo relacionables. Pareciera que en ambos
se han instalado en sus más altos niveles y de forma escandalosa la mentira
y el engaño, la trampa y la doblez, la falta de ética y de vergüenza, y que allá donde mires no encuentras otra
cosa. El dopaje es la miseria del ciclismo. La corrupción la de la política. La
EPO, el clembuterol o las transfusiones de sangre del ciclismo, en política se
llaman 3%, sobres (¡o sacos !) con billetes de dudosa procedencia, o facturas
falsas.
Como no he competido, nunca he ganado nada en
el ciclismo, más que el disfrute de su práctica y la satisfacción íntima por
alguna “hazañita”. Tampoco, lógicamente, me he dopado. A lo sumo un poco de aquarius
y barritas energéticas. En política tampoco he ganado ni un solo euro. Toda la
actividad que he desarrollado hasta la fecha, mucha o poca, ha sido “gratis et amore”. Gilipollas que es
uno, porque aquí ni siquiera puedo decir que haya tenido satisfacciones
personales.
Mi decepción no puede ser por tanto
mayor. El caso Armstrong es el acabóse del ciclismo de competición. Nunca el
tejano fue santo de mi devoción, pero eso de que ahora te digan que el tío que
ganó siete Tours de Francia era un tramposo, te hace dudar ya de todo. En cuanto
a la política estaba acostumbrado a ver la corrupción, en dosis descomunales,
en casas ajenas, pero ahora resulta que asoma también la patita en la propia.
La impresión que se extrae es la de que lo mismo que “no se pueden ganar tantos Tours
sin doparse”, tampoco se puede estar en política sin llevarse el dinero.
En todo caso hay una diferencia
importante a favor del ciclismo. Armstrong ha salido, ha dado la cara, ha
reconocido su culpa y ha confesado: sí, me dopé. Ha sido desposeído de todos
sus títulos. Hora sería de que en
España, los bárcenas, urdangarines, pujoles, duranes, guerreros, señores x, etc, tuvieran por una vez al menos un arrebato de gallardía y reconocieran: sí, robé. Como esto
no es esperable que ocurra, lo que no podemos hacer los demás es mirar para
otro lado o consolarnos con la excusa de que todo el mundo lo hace, como si
fuera un mal inevitable. Hay que actuar con contundencia y ejemplaridad hasta
hundir en la miseria a todos esos indeseables que empozoñan la vida pública.
Como esto me temo que tampoco va a ocurrir, me sitúo por el momento en un estado de escepticismo,
perplejidad y casi melancolía.