Anteayer fue el estreno de mi temporada de
ópera en el Maestranza, por cierto el mismo día que asistió Cayetana de Alba, perseguida
como siempre por la prensa rosa. Se representaba la obra “Thaïs”, del compositor francés Jules Massenet, con libreto de Louis
Gallet. Una historia en que se enfrentan
el ascetismo y la sensualidad, el amor espiritual y el amor carnal, cuyos
protagonistas comienzan en una posición para terminar cada uno de ellos
justamente en la opuesta, paradójicamente por la mutua influencia que ejercen
el uno sobre el otro al cruzarse en sus
respectivos caminos de evolución. Se pueden hacer las interpretaciones que se
quieran, pero me resulta llamativo que en el programa de mano, al
interés que el monje Athanaël siente por la conversión al cristianismo de la
sacerdotisa de Venus Thaïs, dedicada a la prostitución sagrada, se le llama fanatismo. ¿Cómo le llamamos entonces a
la campaña del Ayuntamiento en contra del sexo pagado?¿Podríamos ver en Zoido
un fanático eremita ocupado en la conversión de todas la hetairas de la ciudad?
Tenía lógicamente
expectación por escuchar de nuevo a Plácido
Domingo en directo, después de no sé cuántos años de ausencia como cantante
de nuestro teatro (la última vez también con una ópera de Massenet como “El Cid”,
aunque sí que vino más recientemente como director de una Traviata). Pero
también a la georgiana Nino Machaidze,
una de las sopranos más aclamadas del momento -desde su irrupción en Salzburgo
sustituyendo inesperadamente nada menos que a Anna Netrebko en una representación
en 2008-, nueva en esta plaza. Para los
que no lo sepan, la Machaidze viene de triunfar este año una vez más en el
festival salzburgués (Musetta), y sus próximos compromisos son en el MET neoyorkino,
el Liceo barcelonés o la Staatsoper vienesa. Como era de esperar, ninguno de
los dos decepcionó. Plácido interpretó con maestría insuperable el papel de Athanaël,
en un registro, el de barítono, que no es en el que ha desarrollado su
dilatadísima carrera artística, pero al que su portentosa capacidad vocal –ha cantado
desde Haendel hasta Wagner- y forma de
decir la música le permite adaptarse a
la perfección. Demuestra además valor y confianza plena en sus posibilidades el
tenor madrileño al ponerse al lado de una partenaire de primer nivel y a la que
más que dobla la edad. Como contrapunto al ascetismo del protagonista masculino,
Matchaidze encarnó una Thaïs de espléndida belleza física y vocal, con
exquisito gusto en el canto, y brillante en todos los aspectos.
El resto del elenco dio
cumplida réplica, especialmente Antonio
Gandía (Nicias), y en el foso, la ROSS
dirigida por Pedro Halfter ofreció
las prestaciones que suele, sobre todo en este tipo de repertorio, con mención especial al famoso pasaje de la
“Meditación”. No se quedaron atrás el coro
y algunos de sus componentes que intervinieron como solistas.
Sobre la producción (Nicola Raab), deslocalizada de la
Alejandría del siglo III d.C. a la Francia imperial, choca de principio la
transformación del cenobio monacal en una logia masónica, pero aparte de las
incongruencias con el libreto que siempre presentan este tipo de
planteamientos, resulta de una gran
vistosidad, con efectos escénicos llamativos y una gran riqueza de vestuario (Johan Engels).
Un espectáculo en suma
de altísimo nivel, que debemos al buen
hacer de la dirección del teatro, en estos momentos de asfixia financiera, y al
gesto de Plácido Domingo para con la ciudad, a la que ha traído un festival que
contribuirá a ponerla en los circuitos internacionales de la música (se notaba la
presencia en la sala de más personal foráneo del habitual). Sólo una pega ¿por
qué una ópera en un domingo de otoño
tiene que empezar a las 20,30, para que el personal esté deseando salir
corriendo nada más terminar el último acorde?
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