Uno de los rasgos característicos de la situación que
vivimos es la queja generalizada y creciente acerca de los políticos. Pero no
podemos olvidar que si queremos democracia tiene que haberlos, porque son
consustanciales a ella. Son los que personifican la existencia de diversas opciones, hacen posible su contraste y en definitiva permiten elegir cívicamente entre ellas las que a la mayoría parezcan más adecuadas. Las alternativas son la dictadura (Franco recomendaba: “haga usted como yo, no se meta en política”) o la revolución (para Marx
la política es impotente), soluciones ambas que las personas amantes de la
libertad y la moderación rechazamos por razones obvias.
Dice Popper que la democracia es el sistema en que los
gobernados pueden liberarse de forma relativamente fácil de los gobernantes, a
través de elecciones, por contraposición a la tiranía, en que esa liberación
generalmente sólo puede producirse a través de la violencia. De
lo que no pueden sin embargo liberarse los gobernados en democracia, esto lo
digo yo, es de los políticos. Podrán
echar a unos pero tendrán que elegir a otros. Es una de las servidumbres de la
democracia: que te tienes que ocupar de ella. Ya decía Pericles que “el ciudadano ateniense no descuida los
asuntos públicos por atender sus negocios privados…No consideramos inofensivos,
sino inútiles, a aquellos que no se interesan por el Estado…”.
La restauración de la democracia en
nuestro país suscitó el interés por la política de muchos y muy cualificados
ciudadanos que apreciaron en lo que vale, tras tantos años de privación, esta
forma de participación en la vida pública. Pero esta primera hornada de políticos,
que hicieron posible nuestra bien
afamada transición, desapareció de
escena, por ley de vida, y sin que se sepa bien cómo ni por qué, aunque algunas
pistas pueden tenerse, comenzaron a ser sustituidos por sucesivas camadas en
las que el nivel iba descendiendo vertiginosamente. De manera que lo que
entonces era percibida como una ocupación honrosa, hoy se mira con especial
recelo, y está tan envilecida que pocas personas que hayan alcanzado prestigio
en su vida profesional están dispuestas a involucrarse en ella. Como
consecuencia de ello, salvo honrosas excepciones, la categoría media de la
clase política ha descendido muchos escalones, y esto lo sufre el país.
¿Qué podemos hacer ante esto los ciudadanos? Lo
primero, se me ocurre, es no caer en la conclusión simplista de que “todos los
políticos son iguales”, porque no es cierta. Dentro de la devaluación general, hay
que admitir que existen personas más honestas y más preparadas que otras entre las que se ocupan hoy de los asuntos públicos,
y nuestra primera tarea sería tomarnos la molestia de separar el grano de la
paja, y no meterlo todo en el mismo saco. Lo segundo es, en contra de lo que
hoy propugnan muchos, tomar un papel más activo en política, y no precisamente pasar de ella. No basta con quejarse. Hay que
ser capaces de construir alternativas si lo que hay no nos convence. Lo que no
se puede pretender es articular la vida pública a base de pancartas y de
pataleta momentánea. Decir simplemente no sin plantear alternativas
compartibles por amplios sectores no lleva a ninguna parte. O mejor dicho, sólo
nos puede llevar a un remedio que sea peor que la enfermedad.
En un sistema democrático los ciudadanos no podemos
decir que seamos ajenos a toda responsabilidad respecto de la clase política
que tenemos. Me parece a mi que en parte hemos hecho dejación de esa
responsabilidad y esto ha permitido que se nos cuelen una serie de sujetos
sencillamente impresentables. Lo ha dicho en estos días Rosa Díez: "cuando los
ciudadanos pasan de la política llegan a las instituciones políticos que pasan
de los ciudadanos". Eso es lo que
tenemos que evitar.
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