LA MAGIA DE LA MÚSICA
El domingo había sido oscuro
y lluvioso como pocos por estas latitudes. Todo el día con lluvia, viento y
frío, un clima desapacible y enojoso más propio de tierras norteñas, que a los
que somos de aquí a veces hasta nos afecta el ánimo. Pero tras la puesta de
sol, que no se dejó ver durante toda la jornada, se hizo la luz. Fue en el Teatro de la Maestranza y fue la
música de W.A. Mozart la que obró el milagro, de la mano de la West-Eastern
Divan Orquestra, la aún joven formación que dirige con sabia batuta el maestro
Daniel Barenboim. Previamente se había producido, en una sala abarrotada, el
silencio expectante que siempre antecede a la entrada al escenario del director,
más en estas ocasiones tan señaladas. Barenboim apareció y era como cuando
Curro hacía el paseíllo en la otra Maestranza, la gente ya estaba con él antes
de empezar la faena. Y de pronto, tras los primeros aplausos de salutación, estalló la luz en el arranque de una brillante
obertura de Las bodas de Fígaro, con una interpretación viva y trasparente, en la
que se percibía con nitidez el sonido de cada
una de las secciones (cuerda, maderas, metales…) de la reducida
plantilla orquestal, mientras Barenboim dibujaba la partitura en el aire con su
dirección enérgica y detallista. Fue un gran inicio, que continuó con el
Concierto para oboe, en el que también la luz, no sólo el sonido, emanaba del
instrumento solista, manejado con exquisitez y soltura por la joven Cristina
Gómez Godoy. Una obra de orfebrería fina perfectamente ensamblada, en un diálogo
fluido, elegante, perfecto, entre la
orquesta y la joven intérprete jienense. Al terminar la pieza, ante los
aplausos del público, Barenboim explicó: “No existe obra para oboe para hacer
un bis, sobre todo después de cómo ha interpretado Cristina este concierto.
Pero ello me permite el honor de acompañarla en esta Romanza para piano y oboe
de Schumann”. Y allí sonaron las
evocadoras notas del romanticismo alemán para cerrar de manera bellísima la
primera parte de la velada. Luego del descanso vino el último de los veintisiete
conciertos para piano y orquesta que compusiera Mozart, estrenado sólo unos meses antes de su muerte, acaecida
en Viena el 5 de diciembre de 1791. Abordaba la pieza Daniel Barenboim como
director y solista a un tiempo. Comenzó dirigiendo en pie ante el piano -introducido
perpendicularmente entre la cuerda y al que se había desmontado la tapa para
una mejor visibilidad- para sólo tomar asiento al acometer la primera intervención
solista y así continuar alternando instrumento y dirección (ora con la mano que
no acariciaba el teclado, ora con las dos cuando la partitura lo permitía) en
un alarde sólo al alcance de los privilegiados. El segundo movimiento de este
concierto es uno de los más inspirados del compositor salzburgués, y en él sacó
a relucir Barenboim sus mejores dotes como pianista. Y para rematar, como era
inexcusable una propina, nos regaló con una espléndida interpretación de uno de
los nocturnos de Chopin, para el recuerdo. A la salida del teatro, en cuyo
interior la temperatura de la emoción había sido elevada, hasta el clima había
mejorado. La magia de la música había transfigurado lo que había sido un día gris
y plomizo en una noche luminosa.
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