lunes, 19 de enero de 2015

LA MAGIA DE LA MÚSICA

El domingo había sido oscuro y lluvioso como pocos por estas latitudes. Todo el día con lluvia, viento y frío, un clima desapacible y enojoso más propio de tierras norteñas, que a los que somos de aquí a veces hasta nos afecta el ánimo. Pero tras la puesta de sol, que no se dejó ver durante toda la jornada, se hizo la luz.  Fue en el Teatro de la Maestranza y fue la música de W.A. Mozart la que obró el milagro, de la mano de la West-Eastern Divan Orquestra, la aún joven formación que dirige con sabia batuta el maestro Daniel Barenboim. Previamente se había producido, en una sala abarrotada, el silencio expectante que siempre antecede a la entrada al escenario del director, más en estas ocasiones tan señaladas. Barenboim apareció y era como cuando Curro hacía el paseíllo en la otra Maestranza, la gente ya estaba con él antes de empezar la faena. Y de pronto, tras los primeros aplausos de salutación,  estalló la luz en el arranque de una brillante obertura de Las bodas de Fígaro, con una interpretación viva y trasparente, en la que se percibía con nitidez el sonido de cada  una de las secciones (cuerda, maderas, metales…) de la reducida plantilla orquestal, mientras Barenboim dibujaba la partitura en el aire con su dirección enérgica y detallista. Fue un gran inicio, que continuó con el Concierto para oboe, en el que también la luz, no sólo el sonido, emanaba del instrumento solista, manejado con exquisitez y soltura por la joven Cristina Gómez Godoy. Una obra de orfebrería fina perfectamente ensamblada, en un diálogo fluido, elegante, perfecto,  entre la orquesta y la joven intérprete jienense. Al terminar la pieza, ante los aplausos del público, Barenboim explicó: “No existe obra para oboe para hacer un bis, sobre todo después de cómo ha interpretado Cristina este concierto. Pero ello me permite el honor de acompañarla en esta Romanza para piano y oboe de  Schumann”. Y allí sonaron las evocadoras notas del romanticismo alemán para cerrar de manera bellísima la primera parte de la velada. Luego del descanso vino el último de los veintisiete conciertos para piano y orquesta que compusiera Mozart, estrenado  sólo unos meses antes de su muerte, acaecida en Viena el 5 de diciembre de 1791. Abordaba la pieza Daniel Barenboim como director y solista a un tiempo. Comenzó dirigiendo en pie ante el piano -introducido perpendicularmente entre la cuerda y al que se había desmontado la tapa para una mejor visibilidad- para sólo tomar asiento al acometer la primera intervención solista y así continuar alternando instrumento y dirección (ora con la mano que no acariciaba el teclado, ora con las dos cuando la partitura lo permitía) en un alarde sólo al alcance de los privilegiados. El segundo movimiento de este concierto es uno de los más inspirados del compositor salzburgués, y en él sacó a relucir Barenboim sus mejores dotes como pianista. Y para rematar, como era inexcusable una propina, nos regaló con una espléndida interpretación de uno de los nocturnos de Chopin, para el recuerdo. A la salida del teatro, en cuyo interior la temperatura de la emoción había sido elevada, hasta el clima había mejorado. La magia de la música había transfigurado lo que había sido un día gris y plomizo en una noche luminosa.     

           

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