sábado, 6 de diciembre de 2014

LA LUZ CON EL TIEMPO DENTRO


 Moguer  es un pueblo grande y blanco rodeado de tierras rojas salpicadas de pinos verdes y una lengua de mar que se abre paso, tierra adentro,  por la ría. Sus calles  son anchas  y sus casas bajas y sobre ellas imperan la cúpula y la torre agiraldada de Santa María de la Granada. En una de sus entradas  principales, la que queda más al sur, hay un muro encalado con una leyenda en letras de forja, bien visible desde la carretera, que define a la ciudad como “...la luz con el tiempo dentro…” Desde pequeño vengo leyéndola,  cuando mi padre llamaba nuestra atención sobre  la figura del burrito  que adorna la gasolinera cercana, cada vez que pasábamos por allí camino de la playa.  Es difícil desentrañar el significado último de esta expresión, pero ejerce sobre mí la sugestión de las frases hermosas que nos hacen ver las cosas de una manera diferente a la que nos dicta la mera experiencia sensorial. Quien la acuñó era nada más y nada menos que Juan Ramón Jiménez, una de las mayores glorias literarias de España e hijo de esta villa. En ella transcurrieron la infancia y juventud del eximio poeta, universalmente reconocido por sus premios y por su labor dentro y fuera de nuestras fronteras.

Le tenía yo cogida un poco de tirria a Moguer por culpa de algunos moguereños, pero como este año se cumple el centenario de la publicación de la obra más famosa de Juan Ramón, allá que fuimos  a visitar la casa museo del poeta, cuya última restauración, llevada a cabo hace sólo unos años, no conocía.  Se trata de la segunda vivienda de Juan Ramón en Moguer. La primera se hallaba en el barrio marinero, calle Ribera, y desde su azotea se podía controlar el movimiento de los barcos que traían y llevaban los vinos con los que comerciaba su padre. Pero en aquella primera morada pasó pocos años, tantos como cuatro, trasladándose luego a otra más céntrica en la calle que actualmente lleva su nombre. Juan Ramón afianzó allí las raíces profundas de su sensibilidad y de su estilo, y de ella partió para –primero Sevilla, después Madrid…- conquistar el mundo de las letras. Conocería a Zenobia, se casaría con ella en Nueva York y cuando se establecieron en la madrileña calle Padilla sobrevino la guerra. Juan Ramón y Zenobia marcharon a Estados Unidos, un viaje que esperaban corto, de sólo unos meses, y que se convirtió en un largo exilio continuado más tarde en Puerto Rico.

Cuando el ayuntamiento moguereño comenzó a proyectar un museo que sirviera de homenaje permanente de la ciudad a su preclaro hijo, Juan Ramón no tuvo duda en cuanto a la preferencia por su ubicación en la casa que había sido el hogar de su juventud, relegando la de su nacimiento. Luego vino el reconocimiento del Nobel, pero también la muerte de Zenobia. Entre la concesión del premio y su entrega acaeció el triste suceso. Por eso no fue Juan Ramón a Estocolmo, y pocos meses más tarde también a él le alcanzó el final. Pero antes de ello, Juan Ramón había ya dispuesto el reparto de sus bienes personales entre su museo de Moguer y la Universidad de Puerto Rico. De manera que aquí vinieron muebles, ropas, enseres y libros, muchos libros y revistas, algunos de ellos con dedicatorias personales de Valle Inclán, Machado, Azaña…que Juan Ramón se encargaba de marcar y archivar cuidadosamente cuando eran leídos. Todos estos recuerdos nos hablan de las luces y las sombras de su vida. De su éxito literario, del amor de la pareja, pero también de las depresiones, de la hipocondría del poeta.  Y allá al fondo de la casa, en su parte trasera, con entrada directa también desde la calle, está la cuadra que diera cobijo a Platero en sus alegres días de salidas campestres, juegos con niños y con Diana, violetas, amapolas y otras florecillas rosas, celestes y gualdas… y en la que también fue velado la noche de su definitivo sueño  por una bella mariposa de tres colores.


No sé muy bien, para qué voy a mentir, lo que significa eso de “la luz con el tiempo dentro”. Pero cuando cada verano contemplo Moguer desde la atalaya  privilegiada de Montemayor y veo la luz radiante y quieta  que se cierne sobre el caserío pienso que quizá es allí  donde Juan Ramón percibió  una vez cómo el tiempo está  atrapado en su interior. Después el poeta se fue, y se quedaron los pájaros cantando.



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