La tarde del miércoles nos deparó la emoción del
desenlace del cónclave que, apenas iniciado el día anterior, habría de elegir al sucesor de Benedicto XVI
al frente de la Iglesia católica. Habían pasado escasos minutos de las siete
cuando a través de las pantallas (de televisión, de ordenador, o de cualquier
tipo de terminal) pudimos apreciar que de la célebre chimenea vaticana
comenzaba a salir un humo inconfundiblemente blanco. Había sido en la quinta
votación, segunda de la jornada vespertina, en que uno de los purpurados había
concitado los votos requeridos, pero aún habría de transcurrir una hora hasta
que conocimos el nombre del elegido. Una hora en que se extendió aún con más
fuerza la idea de que el cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán, sería el
próximo Papa. Por eso, cuando el cardenal Tauran salió al balcón y pronunció
las palabras rituales en latín hubo ya un primer sobresalto cuando pronunció el
nombre de pila del nuevo pontífice, que no era Angelus. Pero tampoco Petrus
(Erdo o Turkson), ni Odilus (Scherer) o Marcus (Ouelet), ni cualquiera otro de los que se habían
barajado en los días previos. En ese momento creo que muy pocos habían
identificado ya al elegido, pero sí que no era uno de los esperados. Sólo unos
segundos después acabó de desvelarse: Bergoglio. Ahora sí, el cardenal
argentino, del que tanto se habló en la elección anterior, pero por el que en
esta nadie apostaba. La sensación que creo que nos inundó a todos fue la de
sorpresa. Una tremenda sorpresa que volvía a confirmar una vez más la célebre
regla no escrita de que quien entra papa sale cardenal.
Y me pregunté ¿por qué esta sorpresa? La conclusión a
que llego es que lo mismo que los medios nos vendieron la imagen negativa de
Ratzinger en el cónclave de 2005, ahora hicieron lo propio con que podía
saberse quiénes eran los favoritos, según los “bloques”, las “facciones”, los
“intereses”, los “retos”…todo ello, claro está, con un criterio y unos esquemas
perfectamente mundanos, muy alejados de los que deben ser los de una
institución que está en este mundo, pero no es de él. Esto demuestra que los
medios y opinadores habituales no tenían ni la más pajolera idea, pero claro,
cuando se trata, como escuché el otro día en un programa radiofónico de ¨hablar
por hablar” pues hay que hacerlo como sea. Tan diferente es la Iglesia de otras
instituciones conocidas, que sus cardenales no se dedican a cotillear con los
periodistas ni a hacer filtraciones interesadas, ni a nada de lo que se estila
tanto en otros ámbitos. Por eso es siempre equivocado utilizar los métodos de
análisis al uso, sobre todo por parte de quienes desconocen por completo la
vida eclesial.
Todo esto no dejaría de ser anecdótico si no fuera porque nos hace ver una
vez más la imagen distorsionada que en muchas ocasiones se da de la realidad de
la Iglesia a través de la mayoría de los medios de comunicación. Es importante
pues que los católicos procuremos, en primer lugar vivir de cerca esa realidad
para que no tengan que contárnosla, y en segundo lugar no quedarnos en la superficialidad de tantos
titulares tergiversadores e intentemos profundizar en la verdad de las cosas
ampliando nuestra red de información en aquellos aspectos que no conozcamos
directamente.
Superada pues la sorpresa inicial es momento de empezar a conocer al Papa
Francisco. Leamos sus libros, escuchemos sus discursos, estudiemos sus
encíclicas cuando las haya, estemos atentos en suma a lo que nos dice a ser
posible de manera directa, sin dejarnos llevar por intermediarios interesados y/o indocumentados.
Hoy día esto es muy posible gracias a las facilidades que ofrece internet. De
momento hay ya gestos que han sido muy comentados: el nombre elegido, su
presentación totalmente de blanco, sin muceta, sin estola, con cruz pectoral de
madera... Pero yo subrayaría algún otro: ha comenzado su ministerio llamando a
la oración (por dos veces en su alocución desde la logia de San Pedro) y
poniendo en el centro de todo a la figura de Jesucristo crucificado (en su
homilía de la misa celebrada el día 14). Algo por otra parte tan natural, pero
al mismo tiempo tan alejado de los planteamientos de todos aquellos que tras
haber patinado tan ostentosamente en sus predicciones, pretenden ahora,
inasequibles al desaliento, imponer la agenda que el sucesor de Pedro tenga que
abordar durante su ministerio. Perdonémoslos porque no saben lo que dicen.
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