El
niño que fui se vestía de nazareno cada Martes Santo en la casa de sus abuelos
maternos, en la vieja calle Oriente. Túnica y capa blancas, inmaculadas,
preparadas con esmero por las manos aún jóvenes de su madre. Antifaz de
terciopelo morado, recogido sobre la frente a la antigua usanza, con el escudo
de las azucenas bien visible. Cíngulo y botonadura del mismo color. Canastilla
y apagavelas.
El niño que fui acompañaba a una Señora que antaño
llamaron Palomita de Triana y que es la Madre del Verbo Encarnado. Formaba en
el tramo del que su tío era diputado, tras el paso del Cristo crucificado de la
Sangre, y era acompañado a veces por su padre, a veces por su abuelo, buena
parte de la estación. Su abuela, su tata y sus tías abuelas le surtían de
caramelos que iba repartiendo a otros niños. Día grande para toda la familia,
volcada en la cofradía de la que hermanos y primos, tíos y sobrinos, padres e
hijos formaron y forman parte.
El niño que fui creció. Llegó a la adolescencia y un
buen día decidió cambiar túnica y
terciopelo por zapatillas, faja y costal para meterse bajo la trabajadera y
llevar sobre sus hombros al Señor de la Presentación. En tan buena compañía se
hizo hombre, en aquellos años en que fue encauzando su vida adulta personal y
profesionalmente, estrechando los lazos, que acabaron siendo indisolubles, con
quien le esperaba, paciente y perseverante, hasta que se recogía la cofradía.
Tardes de sol y noches de azahar en las primaveras inolvidables de nuestra
juventud, que forjaron amistades y amores.
Pasó el tiempo y aquél que fuera niño nazareno volvió
otra vez a vestir la túnica y capa blancas, el antifaz morado. Ya no sólo
soñaba la Semana Santa como antes, sino que la veía hacerse desde dentro. Volvió
junto a la Señora, ahora muy cerquita de
su paso de terciopelo granate, o ante el Cristo elevado sobre el monte de
claveles rojos para atraer a todos hacia sí. Algunos de sus seres queridos
partieron ya hacia la Calzada eterna. Ahora son unas niñas que le llaman papá
quienes reclaman sus caramelos.
Todo va fluyendo en la vida y pocas cosas permanecen
inmutables. El paso del tiempo nos va cambiando, a cada uno y a nuestras
circunstancias. Para algunos afortunados no cambia sin embargo la cita anual
con la Hermandad que lo es desde nuestra
infancia. Sólo quienes tengan esa suerte pueden saber lo que esto significa.
A punto ya de alcanzar la cota de la media centuria de
una existencia hilvanada con puntadas de Martes Santos, el niño que fui -aunque
este año no se vista- fue, es y será siempre nazareno de San Benito.
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