El dulce ZP
–¿os acordáis de “Bambi”?-, con su buen
rollito progre, su talante y demás simplezas varias, nos quiso hacer creer que saldríamos
de la crisis sin dolor. Para mitigarlo estaba él, y los recursos públicos que se
presentaban supuestamente como ilimitados, no se sabe si por aquello de su desconocimiento de las cuestiones
económicas, o sencillamente porque a él poco le importaba engañar de forma miserable
al personal. De ahí que ahora a la gente le cueste más trabajo admitir el trago
de la amarga medicina que la cruda realidad de la crisis, despojada ya de
brotes verdes y eufemismos varios para camuflarla, impone para su curación. Nadie quiere que le rebajen el sueldo, nadie
quiere el copago sanitario, nadie el recorte en educación, nadie que le suban
los impuestos, nadie que se reduzcan las inversiones en I+D o en
infraestructuras…. El problema sin embargo es de tal envergadura que será
difícil salir de él si no es pasando por todas y cada una de esas desagradables
medidas.
La semana que termina ha sido durísima desde el punto
de vista de los indicadores económicos. Y ante la falta aparente de efecto de
las medidas ya adoptadas, dos damas de la política han puesto el dedo en la
llaga de uno de los principales problemas de nuestras cuentas públicas. Esperanza Aguirre ha defendido que con
la devolución de competencias autonómicas
en materias como la sanidad, la educación y la justicia -¿qué razón hay para que estos servicios se presten de
forma diferente en cada comunidad?- se podrían ahorrar hasta 48.000.000.000.-€. Por su parte Rosa
Díez ha advertido un hecho insoslayable: las autonomías, por el camino que van, corren el riesgo de acabar
siendo intervenidas, bien por el gobierno
de la nación, bien por Bruselas, lo
cual supone, en cualquier caso, perder
su status actual.
Ante esto, el presidente Rajoy ha expresado su falta de disposición siquiera a debatir la
revisión del modelo autonómico, argumentando para ello que es lo que establece
la Constitución, aprobada por los
españoles.
Haría bien el sr. Rajoy
en replantearse esta postura. En primer lugar porque lo que dice la Constitución no necesariamente tiene
que traducirse en el modelo actual. Las autonomías no tienen por qué ser
reproducciones de estados en pequeñito, más propios de opereta vienesa que de
la administración austera y eficaz
que requiere una economía competitiva. En segundo lugar, porque pienso que por
lo que a la voluntad de los españoles respecta, a diferencia de lo que ocurre
con los recortes antes relacionados,
creo que pocos se opondrían a un redimensionamiento
y modificación sustancial de un modelo autonómico. Si hoy se preguntara a los
españoles si están dispuestos a mantener el estado autonómico aún a costa de
pagar los impuestos más altos de Europa,
al tiempo que reciben unos servicios deficientes, la respuesta podría oírse en
las antípodas. Pienso que la mayoría de los ciudadanos lo que queremos es que
los servicios públicos, necesarios para el desarrollo de una sociedad moderna, sean buenos y tengan un coste razonable; nos
da igual que la administración que los preste sea nacional, autonómica o local.
Si esto requiere reducir –nadie ha hablado de eliminar por completo- la
administración autonómica, hágase. Y los políticos que han encontrado sustento
en sus engordados presupuestos, que busquen acomodo, como ha dicho Aguirre, en otras ocupaciones.
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