La
causalidad, el caprichoso destino, o quien sabe incluso si la macabra
intención de los autores, han querido que uno de los atentados
perpetrados en París el pasado viernes tuviera lugar en el boulevard
Voltaire de la capital francesa, y concretamente en el
establecimiento denominado Comptoir Voltaire. Eran aproximadamente
las diez menos cuarto de la noche, cuando un individuo entró en el
café y se sentó. Una camarera le preguntó qué quería beber.
Cuentan los testigos, vecinos del barrio que se habían reunido para
ver el partido entre Francia y Alemania en la pantalla gigante del
local, que el individuo se levantó sin más, se volvió y activó el chaleco con explosivos que portaba causando otro muerto y varios
heridos muy graves.
Fue
paradójicamente Voltaire uno de los pensadores más combativos
contra la intolerancia, especialmente de base religiosa. Lo hizo,
entre otras, en su obra “Tratado sobre la tolerancia”, publicada
en 1763 a raíz de la condena a muerte de Jean Calas en la ciudad de
Touluse, en la que tuvo un peso decisivo su condición de
protestante, como se vino a confirmar con la ulterior revisión del
caso y revocación de la condena, ya fatalmente ejecutada.
En aquél
libro Voltaire, que se declaraba buen católico, no sé si en serio o
con ironía, ataca sobre todo la intolerancia de la Iglesia Católica,
a quien achaca prácticamente y con más que discutibles argumentos,
el germen de toda intolerancia. Hoy en día, para cualquier
observador honesto estará claro que la intolerancia hay que
buscarla en otros lares, a pesar de lo cual la Iglesia Católica
sigue siendo el centro de los ataques de muchos, que sin embargo son
complacientes con otras religiones (véase el caso de la podemita
Rita Maestre, que nunca se ha desnudado en una mezquita).
La
tolerancia se ha convertido en una seña de identidad de Occidente,
yendo más allá de lo que preconizara Voltaire, que no buscaba más
que el simple respeto a la disidencia, para llegar al reconocimiento
de la igualdad de derechos para todos, incluidos los que piensan de
manera diferente a la corriente hegemónica. Pero al mismo tiempo se
ha convertido en una de las debilidades de nuestra civilización,
única que quizá merezca ese nombre, mal que les pese a algunos.
Sabido es que mientras en nuestros países, de tradición religiosa y
cultural cristiana, se permite la existencia de mezquitas, en muchas
de las cuales se predica el odio, en los países musulmanes no se
hace lo propio con las confesiones foráneas. No voy a apoyar que
se prohíban las mezquitas entre nosotros, pues defiendo para los
demás la libertad religiosa y de conciencia que quiero para mí,
pero sí que se sea mucho más riguroso en el control de las mismas,
de sus promotores y responsables y de sus actividades.
El propio
Voltaire define la tolerancia como “la panacea de la humanidad”,
pero al mismo tiempo señala sus posibles contraindicaciones, al
preguntarse si la tolerancia podría asimismo producir la
intolerancia. Para evitar esto marca unos límites, unas líneas
rojas, diríamos hoy: “es preciso que los hombres empiecen por no
ser fanáticos para merecer tolerancia.” “No cabe mostrase
tolerante con el fanatismo.” “La intolerancia es lo único
intolerable.” Para el filósofo ilustrado, fanáticos eran los
jesuitas, motivos por los que defendió la disolución y expulsión
de la Compañía del reino de Francia. Y eso que los jesuitas no asesinaron a más de ciento treinta personas indefensas e inocentes, cuyo única culpa
fue encontrarse descuidadamente disfrutando de su libertad en la
noche parisina.
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