En esta
España convulsa en que nos ha tocado vivir, en la que se grita más
que se razona, y en que a cualquier personajete le ponen un micrófono
y una cámara delante para que pontifique desde su estulticia o su
paranoia, uno de los problemas con que nos enfrentamos a la hora de
solucionar nuestros problemas es el de la necesidad de andar
constantemente discutiendo sobre lo obvio. Cosas que deberían darse
sobradamente por sabidas y asentadas en el conocimiento general
resulta que hay que estar una y otra vez recordándolas, porque solo
así se pueden establecer las bases de un debate racional.
Particularmente me da mucha pereza entrar en estas discusiones de
principiantes, pero estoy tan harto, especialmente en estos días, de
escuchar las sandeces que dicen algunos por ahí, y con la soltura
que las dicen, que me parece una obligación moral, casi caritativa,
recordar aquí, para quien lo quiera leer, algunos apuntes sobre el
tan manido derecho a decidir que tantos invocan como el nuevo
totem de una sociedad democrática.
En la moda
imperante de inventarnos los derechos existen dos variantes: las de
establecerlos ex novo, o la de extenderlos a supuestos para los que
no estaban contemplados. En una sociedad democrática es evidente que
los ciudadanos tienen derecho a decidir sobre muchos aspectos de su
vida personal y de la vida política, pero siempre dentro de las
leyes, que son las que sostienen esa democracia, que sin ellas sería
simplemente una anarquía. En un Estado democrático y de derecho
-parece mentira que haya que recordar esta obviedad- no se tiene
derecho a decidir por encima de lo que permiten las leyes. El derecho
a decidir no es por tanto ilimitado. Si lo fuera nos convertiría a
cada uno en potenciales dictadorcitos, que son los que por definición
deciden sobre todo y sobre todos. Por lo general el derecho a decidir
sólo se tiene respecto de lo que nos pertenece o tenemos sobre ello
un poder legítimo de disposición, según la legalidad. Contrario
sensu, que diría un cursi, no se tiene derecho a decidir sobre lo
que a uno no le pertenece o no tiene un poder legítimo de
disposición. Esta máxima, tan simple, tan sencilla y tan elemental,
es básica para afrontar muchas de las cuestiones que se
suscitan en el debate público actual, por ejemplo, en relación al
problema catalán que es el más inmediato de entre estos.
Los
independentistas catalanes -incluso muchos que no son tales-
reclaman su derecho a decidir sobre Cataluña como les parezca, más
allá de lo que permiten las leyes, obviando que Cataluña no les
pertenece, como no les pertenece el rellano de la escalera de la
segunda planta de mi bloque en exclusiva a los vecinos de la misma.
Cataluña, según la Constitución, pertenece a todos los españoles,
los que viven allí y los que no lo hacemos, y todos pertenecemos,
para bien y para mal, a la misma y única nación. Tenemos por tanto
derecho a decidir sobre el destino de esta, pero conjuntamente y no
por partes. Cada uno en nuestro rellano podemos decidir
determinados aspectos, pero no lo que nos de la gana sin contar con
el resto.
Por lo
tanto, el derecho a decidir se tiene dependiendo de sobre qué.
Democracia no es derecho a decidir sobre cualquier cosa que se nos
antoje. A día de hoy Cataluña no tiene derecho a decidir sobre su
independencia. Ni a través de referendos, ni a través de
“elecciones plebiscitarias” ni a través de pantomimas con pan
tumaca como la que nos espera este domingo. Y quien pretenda
reconocer este, a día de hoy, inexistente derecho -ojito que hay
tentaciones- tendrá que consultarlo antes al resto de los españoles.
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