Mi
afición por la ópera y por las cosas de Sevilla me han llevado este verano a la
lectura de la novelita de Próspero Mérimée en que se basan Ludovic Halévy y Henry
Mehilac para su libreto sobre la historia de la famosa cigarrera sevillana al
que puso música George Bizet, y que
constituye una de las obras del repertorio lírico más universalmente asociadas
al nombre de esta ciudad, a pesar de lo cual quien esto escribe, abonado de más
de veinte años del Teatro de la Maestranza, todavía no la ha podido ver
representada en él.¡Qué cosas!
Tenía curiosidad por saber cual es el grado de
fidelidad del libreto respecto de la novela – a la que me he referido antes en
diminutivo por su extensión, que no por su calidad- y sobre todo qué lugares y que ambientes
sevillanos eran utilizados como escenario de los lances de la misma y qué
detalles de ellos se daban.
Cuenta Mérimée -que es narrador y personaje a la vez
en la primera parte de la obra, en la que anda cual arqueólogo buscando confirmar
sus teorías sobre la localización de la batalla de Munda- que conoció a la Carmencita
–“voilà, la Carmencita!”- en Córdoba,
donde entonces vivía, en una modesta casa al otro lado del puente que atraviesa
el río, con el exmilitar vasco-navarro don José, el hombre al que hizo perder
la cabeza por ella y terminó matándola después de darse a la vida de bandolero
y contrabandista por su causa. Me llamó la atención que nuestro autor dé
noticia, allá por el 1830, de una nevería en la ciudad de los califas donde se
servían helados. Por mi ignorancia no imaginaba yo tal grado de refinamiento en
una ciudad que en aquél entonces, pasados sus tiempos más gloriosos, debía ser
más un poblachón rural más que una gran urbe. Tascas, tabernas y colmaos era lo
primero que se me podía venir a la mente. Sin embargo el mismo autor nos dice en
una nota que “apenas hay en España pueblo
que no tenga nevería”. Así que por lo visto era cosa común, si bien solía tratase
sólo de un establecimiento tipo café provisto de una nevera, o bien de un
depósito de nieve, que proveerían supongo con la traída desde aquellos neveros
de los que tantos he visto en mis excursiones por la alta montaña, hoy
lógicamente en desuso. En ellas podía uno sentarse a tomar un helado “en una mesita alumbrada por una vela encerrada
en un globo de vidrio”, y si las había en Córdoba, también las habría en
Sevilla, donde no aprieta menos el calor.
Para pasar a los escenarios sevillanos hay que esperar
a la segunda parte de la novela, ubicada temporalmente unos años más tarde que
la primera, en la que el desdichado José Lizarrabengoa, que va a ser
ajusticiado por sus crímenes, cuenta al escritor la historia de su relación
fatal con la gitana Carmen. El ya condenado vuelve a estar en Córdoba, pero
cuenta sus andanzas por toda la geografía andaluza (Málaga, Jerez, Vejer,
Gaucín, Granada, Ronda, Gibraltar, Montilla… y, cómo no, Sevilla).
El primer enclave hispalense que aparece citado es la
Fábrica de Tabacos, “ese gran edificio,
extramuros, cerca del Guadalquivir”. Se trata por tanto sin lugar a dudas
del edificio obra de Van der Brocht cuya completa terminación databa de medio
siglo atrás, y no del que anteriormente albergara tal industria en nuestra
ciudad, sita en la más céntrica, y siempre intramuros, plaza de San Pedro. Allí
es donde se dice que trabajaban cuatrocientas o quinientas mujeres –otras
fuentes elevan considerablemente el número- que cuando hacía calor “se aligera(ba)n de ropa, sobre todo las
jóvenes”. Ya anteriormente el amigo Próspero, que no perdía ocasión de
poner su picante para la época, había hecho alusión a la desnudez de las
cordobesas que a determinada hora del día se bañaban en el río. Como es bien
sabido, es a la entrada de la fábrica, un viernes por más señas, donde el
soldado conoce a la guapa cigarrera que le lanza, provocadora, la amarilla flor
de casia que llevaba en la boca.
Luego también se habla de Triana, donde se sitúa la
célebre taberna (figón en la novela) de Lillas (Tomás en caló) Pastia, “un
viejo vendedor de pescado frito, gitano, negro como un moro...”. Claro que como
en el libreto se dice “Près des remparts
de Séville, chez mon ami Lillas Pastia”, yo la imaginaba más bien por la
parte de la Macarena, que es donde los sevillanos de hoy conocemos las murallas,
pero no es así. De la calle Sierpes, lugar donde se ubicaba la cárcel a la que supuestamente
llevarían presa a Carmen tras su pelea en la fábrica, y en la que se escapa de
sus guardianes tras engatusar a don José, dice Mérimée que “merece perfectamente el nombre por las revueltas que da”. Serán
cosas de la percepción francesa, porque a mi no me lo parece tanto. Claro que
si lo comparamos con la rectitud de los bulevares parisinos, entonces sí. Pero
es que no es cuestión de comparar Sevilla con París.
No se precisa la ubicación del calabozo en el que
acaba el “tontaina” del cabo como
consecuencia de la acción anterior, y del que Carmen lo anima a escapar facilitándole
una lima introducida en “un pan de
Alcalá”, que debería ser
supuestamente el de alguno de los establecimientos militares de la
ciudad. Tampoco se dan pistas sobre dónde pudiera estar la casa del coronel a
cuya guardia es destinado tras su degradación y cumplimiento de castigo –había
rehusado la incitación a la deserción- y donde vuelve a ver a la omnipresente
Carmen.
También se habla de otros lugares no identificables:
una confitería donde la gitana compra yemas y turrón, un punto de la muralla,
cercano a una de sus puertas, donde se había abierto una brecha aprovechada por
los contrabandistas, una iglesia en la que entra José a llorar amargamente los
desplantes de Carmen… Pero el lugar principal es uno que normalmente los
sevillanos asociamos preferentemente a otra leyenda y a otro personaje como es el
rey Pedro I, motivo por el cual seguramente también lo conocía el novelista
francés, que la cita de manera introductoria en la narración, y además añade
una nota explicativa. Me refiero a la calle Candilejo. Pero de esto hablaré en
otra entrada, que esta ya me queda un poco larga para lo que es habitual en
este blog.
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