Me gustan las películas de Ken Loach, aunque estas
sean casi siempre panfletarias y yo me encuentre en las antípodas de sus
planteamientos ideológicos. Con su personal estilo realista, tratan por lo general temas políticos y sociales sobre los que reflexionar, y eso es algo que siempre aprecio en el cine, sin perjuicio de diferir del concreto enfoque del autor. Por
eso me permito la licencia de tomar el título de una de sus películas más
alabadas para encabezar esta entrada, aun cuando el cineasta inglés disentiría probablemente en gran medida de su contenido.
Y es que esta semana en que entró el otoño y llegaron
sus primeras lluvias con una puntualidad británica, llovieron también piedras, concretamente el martes y por partida
doble, sobre nuestra maltrecha soberanía
nacional. Unas lo hicieron desde cerca,
no más allá de la plaza de Neptuno, donde se habían congregado unos cientos de
agitadores profesionales con el disparatado objetivo de hacer dimitir al Gobierno, provocar
la disolución de las Cortes y no sé cuántas más majaderías. Otras se lanzaron en
sentido figurado y desde un lugar bastante más alejado como el Parlamento de
Cataluña, en el que la primera autoridad del Estado en aquél territorio
anunciaba su decisión de seguir adelante con su proyecto secesionista,
traicionando su debida lealtad a la legalidad que le ha permitido alcanzar ese puesto
de poder. Contrastaba el desaliño indumentario de los unos, de cuidada estética
perroflauta o antisistema, con el atildado aspecto de los otros, bien comidos y
bien vestidos a costa del presupuesto. Pero entre ellos una finalidad común: con capucha o con corbata ambos pretenden
nada menos que demoler el orden constitucional en España.
Lo grave de este país es que hay gente de apariencia inofensiva
a quienes los facciosos de Madrid les resultan simpáticos –fundamentalmente
porque quien está ahora en el gobierno es la malvada derecha, peor que la
madrastra de Blancanieves que se nos va a competir por los Oscars-, confundiendo, no se sabe si por mala fe o por
ignorancia, lo que es el legítimo
derecho de manifestación con un acto puramente delictivo contemplado en el art 494
del Código Penal. Ahí tenemos como muestra las coberturas televisivas de La Secta, TVE 24
horas o Canal Sur, en las que los manifestantes ilegales recibían el apoyo y la
comprensión de los comentaristas; o las acerbas críticas a la inevitable actuación
policial llevada a cabo ni más ni menos que para impedir la consumación del
delito. Incluso hay, como los tipos de IU, quienes pretenden desvergonzadamente sacar rédito político de esta
versión de la kale borroka, solidarizándose con los pretendidos
sitiadores de la sede de la soberanía nacional, pero sin renunciar a ninguna de
las prebendas (sueldos, dietas, puestos en los consejos de administración…) que
el sistema les ofrece.
Como preocupante es
que haya ciudadanos a quienes les parece que un referendum ilegal
es un ejercicio democrático, y ven bien que los catalanes tengan su derecho a
decidir, como si su decisión les afectase sólo a ellos y no al resto de los
españoles. Es como si en un divorcio sólo se tuviese en cuenta la voluntad de
uno de los cónyuges, y al otro ni se le escuchara. Pero esto que es tan fácil
de entender, a algunos, no sólo en Cataluña, no parece que les entre en la
cabeza. Por eso se permite campar a sus
anchas, con compañía del Rey incluida, el malnacido de Arturo Mas, ese sujeto de
aire chulesco y perdonavidas, que le
dice al Gobierno de la Nación (la única que reconoce nuestra Constitución) que
"no amenace" con pararle los pies, cuando es él el que está
amenazando la convivencia de todos los españoles. A un individuo así, en un
país serio, lo meterían en la cárcel, al igual que al bandolero Sánchez
Gordillo. Pero aquí hay muchos que siempre están dispuestos a ser comprensivos
con determinados desmanes, según quien y en contra de qué los haga.