Acudíamos
al estreno de la Lucía... del incombustible don
Gaetano, en la apertura de una nueva temporada del Teatro de la Maestranza, sugestionados aún por el recuerdo de la histórica representación en Madrid,
hace unos meses, de este mismo título, con los aclamadísimos Javier Camarena y
Lisette Oropesa, y en la que se produjo
el ya famoso y controvertido bis del sexteto de la escena de la boda. Aquí no
hubo bis alguno. Entre otras cosas, supongo, porque es difícil que se cree el
clima necesario con tanto público cuchicheando, llegando tarde, tosiendo o
jugando como adolescentes con el móvil. Si alguien quiere comprobar el grado de
desquiciamiento del personal no tiene más que acudir uno de estos días al
teatro y comprobar cuántas personas son incapaces de estar toda la
representación sin tocar el aparatito. Incluso en momentos estelares no faltó
quien encendiera la pantalla para un indudablemente inaplazable contacto de
vida o muerte. Así que la función no alcanzó cotas estratosféricas, pero si, a
pesar de todo, bastante notables. Y dentro de ello, la triunfadora principal de
la noche fue sin duda alguna Leonor Bonilla, la soprano sevillana que se presentaba en su teatro nada menos que asumiendo el papel protagonista de esta obra
cumbre del belcantismo. A mí me sorprendió muy gratamente, no ya por sus
virtudes canoras, que habíamos podido apreciar en anteriores comparecencias en
papeles menores, sino por su determinación y seguridad en tarde de tanto
compromiso. Su intervención fue brillante toda la noche. Desde su aparición
junto a la fuente hasta la siempre esperada escena de la locura, en esta
ocasión acompañada con flauta en lugar de la armónica de cristal. Fue
ovacionada muy cariñosa y merecidamente, y al final recibió el reconocimiento
especial, en forma de ramo de flores, de sus compañeros del coro del que salió
para conquistar, sin duda, el mundo. Es un gran motivo de orgullo para toda la
Sevilla musical haber alumbrado y haber visto crecer a esta joven a la que no
es arriesgado decir que le esperan grandes veladas de gloria. A la joven Leonor
le dio buena réplica el veterano Josep Bros, de voz muy bella y adecuada para
el papel de Edgardo, en la que sin embargo apreciamos algunos síntomas quizá de
fatiga, resueltos no obstante con oficio y sabiduría. Cuando entonó su “Tombe
degli avi miei” contaba con la desventaja de que el teatro conservaba aún los
ecos de la misma pieza interpretada hace un par de semanas por el inmenso Juan
Diego Flórez. No obstante su versión fue sobresaliente, salvo a la hora de afrontar el agudo final, lo que empañó un tanto el
resultado global. Muy notable también la ajustada intervención de Manuel de
Diego en su interpretación del fugaz Arturo. Muy por debajo de ellos sin
embargo las dos voces graves masculinas, Mirco Palazzi y Vitaly Bilyy. Especialmente
este último, en el papel de Enrico, con una voz potente pero basta, carente de
todo refinamiento. La batuta de Renato Baldasonna manejó adecuadamente los
tiempos, demorándose para reforzar la belleza del fraseo unas veces y azuzando
otras cuando la partitura lo requería, con excelente respuesta en ambos casos
de la orquesta. En cuanto a lo escénico, la producción de la Deustche Oper de
Berlín (¿de cuándo?) es de un clasicismo tal que hoy día resulta un tanto naif.
No es que seamos partidarios acérrimos de los montajes modernitos, con tanto
neón y tanto artefacto que no viene a cuento, pero siempre hay términos medios.
En todo caso este no está mal como reconstrucción casi arqueológica
de lo que fue la ópera en otros tiempos. Tiempos que por cierto me hacen
recordar a otra famosísima soprano, francesa pero de ascendencia sevillana,
hija de nuestro paisano tenor Manuel García, que fue María Malibrán, cuyo éxito
y reconocimiento internacionales, que no fueron pequeños, deseo a Leonor Bonilla en la bonita carrera que tiene por delante. Mimbres tiene para hacerlo.
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