Ya contábamos aquí días atrás cómo “El barbero de Sevilla” tiene progenitores franceses e italianos y nació en Roma hace
ahora doscientos años. Sin embargo hay algo que hace que la música que
compusiera Rossini para esta comedia de enredos amorosos sea perfectamente
indentificable con la ciudad en que se desarrolla la historia. Me refiero a la gracia. La música de Rossini tiene gracia,
no en el sentido jocoso, que no falta en
el libreto, sino en un sentido más elevado y relativo a lo estético. El de Pesaro tenía ese don, que se tiene o no
se tiene. Su música es alegre, chispeante, melódica…grácil. Sevilla, por su
parte es, a decir de uno de sus más preclaros hijos como fue José María
Izquierdo, la ciudad de la Gracia. Para Izquierdo, la gracia es un no-sé-qué,
un quid divimum, algo inefable que constituye, como igualmente apreció Ángel Ganivet, el genio y la figura de la ciudad
sobre la que solía divagar. Y parte de esa gracia que se respira en la ciudad
le viene dada por su luz. Sus luces, diría Izquierdo. Esas luces que artistas del pincel de la
sensibilidad de Carmen Laffón se han encargado de escrutar y analizar para
plasmarlas en sus obras, y que se ve perfectamente reflejada en esta producción
autóctona que ayer volvía a servir de marco a la representación de la obra
bicentenaria.
Casi veinte años hemos
tardado en tener de nuevo entre nosotros
un “Barbero”, y ha vuelto con el mismo ropaje escenográfico y teatral del que
ya disfrutamos en 1998. Habrá barberos mejores y peores, pero este es muy muy
de aquí, de Sevilla (de lo mejor de aquí, cabría aclarar en esta tierra de contrastes, capaz de lo mejor y de lo peor), y deberíamos ser capaces de sacarle más partido, porque es
una producción que no es en absoluto tópica –aunque evidentemente nadie puede dudar de
dónde transcurre la obra- ha resistido muy bien el paso del tiempo y está
muy acorde al nivel de muchos buenos teatros europeos, y con un valor añadido que nadie más en el mundo puede ofrecer.
La representación, en
conjunto, me gustó. Algo paradójico porque consideradas una a una las voces
ninguna fue de un nivel destacable, aunque todos contribuyeron con su gran desenvolvimiento
teatral. Angelini mostró un bonito
timbre para su Almaviva, pero escasísima potencia y volumen. Sólo se le oyó con
nitidez en la hermosa serenata del primer acto y en las escenas finales, donde
desplegó toda la pirotecnia propia del estilo
rossiniano. Tampoco me dijo nada especial el Fígaro de Davide Luciano, en el
que ya desde su “Largo al factotum” iniciado desde fuera de la escena, se le
apreciaron carencias. Siempre nos quedará la duda sobre qué hubiera dado de sí Eliot
Madore, inicialmente anunciado. Mejor me
pareció la Rosina de Marina Comparato, aunque sin exquisiteces. Girolami anduvo
con buena voz y legato, pero más endeble en una parte fundamental de su papel,
como es el canto silabato. Ulyanov (Don Basilio) sí que interpretó una notable
aria de la calumnia, al igual que hizo Susana Cordón (Berta) con la suya. Pero ya
digo que el conjunto me gustó. Seguramente tuvo mucho que ver la muy buena
dirección de Guiuseppe Finzi, que con
gran cuidado de tiempos y detalles extrajo una nueva gran prestación de la ROSS.
Mención especial también para el coro,
con un notable trabajo tanto vocal como escénico en el vigésimo aniversario de
creación. El público acogió la representación con largos aplausos a todos los intervinientes
y responsables, con Castro, Laffón, Abascal…sobre el escenario.
Al final toda
precaución del viejo tutor Bartolo fue inútil y Rosina acabó casándose con Almaviva. Y Fígaro..Ah, Fígaro!..Pero esa es otra también sevillana historia….