Hace
ya unos años decidí reservar un espacio preferente en las siestas
de mis vacaciones estivales a la lectura de la monumental novela de
Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”. Os aseguro que pocos
placeres más sibaritas pueden encontrar los amantes de la buena
literatura, a pesar de no ser una obra fácil de leer, o precisamente
por ello. El desafío intelectual es doble, y también la recompensa
que se obtiene al superarlo. Este año tocaba el tercero de los
volúmenes: “El mundo de Guermantes”.
Confieso
que hay veces, sería estúpido negarlo, que Proust se te atasca por
su estilo tan particularmente complicado, por el ritmo en ocasiones extremadamente lento de la narración, por la multiplicidad de
personajes que es casi imposible controlar...Todo esto se da,
corregido y aumentado respecto de las anteriores, en esta tercera
entrega. El
propio autor se queja de la insustancialidad y vacuidad
de las conversaciones que se daban en los cenáculos de la alta
sociedad parisina, ya en casa de la marquesa de Villeparisis, ya en
la de la duquesa de Guermantes, que sin embargo no se recata en
reflejar y diseccionar con detalle, acaso, se me ocurre, para que no tengamos duda
acerca de lo justo de su apreciación. Si para el merecían esta
consideración, imagínense, excepción hecha quizá de las relativas
al omnipresente caso Dreyfus, para el lector de hoy.
Pero
de pronto surge la chispa, la página brillante e incomparable que te
impulsa a seguir adelante en esta hercúlea aventura, en estos
tiempos de literaturas light,
de usar y tirar, y que te redime -como un buen concierto, como una
representación de ópera, como la contemplación de una buena
pintura- de esta a veces tan anodina y ramplona existencia, moviendo
resortes de nuestra alma que de otra manera permanecerían
desconocidos incluso para nosotros mismos, porque sólo se activan
ante la presencia de la verdadera obra de arte que se eleva airosa sobre la vulgaridad ambiental.
Valga
el ejemplo de este pasaje que Proust dedica a analizar el silencio
entre dos personas que se aman. O que se amaron. O que creyeron
amarse. O entre dos personas de entre las que al menos una de ellas
ama a la otra, y esta no le corresponde. En este caso se trata del
amigo del narrador, el aristócrata Roberto Saint-Loup, y su amante,
la exprostituta Raquel -Zézette
para
Roberto, Raquel
quand du Seingeur,
parafraseando el texto de la ópera de Halévy, para el narrador-.
Roberto y Raquel han roto tras una de sus riñas. Roberto se siente
aliviado, en un primer momento, de la tensión previa, pero al poco
tiempo comienza a sentir una nueva sensación de angustia al no tener
ninguna noticia de su amada. Nada sabía acerca de dónde o con quién
estaría Raquel ni qué haría....
“…....su
amante guardaba un silencio que acabó por enloquecer su dolor hasta
moverlo a preguntarse si no estaría escondida en Doncières o si
habría ido a las Indias.
Se
ha dicho que el silencio es una fuerza; en otro sentido lo es,
terrible, cuando está a disposición de aquellos que son amados.
Acrece la ansiedad del que espera. Nada nos incita tanto a
aproximarnos a un ser como lo que de él nos separa, y ¿qué muro
más infranqueable que el silencio? Se ha dicho también que el
silencio era un suplicio capaz de volver loco a quien estaba
condenado a él en prisiones. Pero, ¡qué suplicio, mayor aún que
el de guardar silencio, el de soportarlo de parte de aquel a quien se
quiere! Roberto se decía: «Pero, ¿qué hace que calla así? Sin
duda me engaña con otros». Se decía asimismo: «¿Qué he hecho yo
para que calle así? Tal vez me odie y para siempre». Y se acusaba.
Así, el silencio lo volvía loco, en efecto, de celos y de
remordimiento. Por otra parte, este silencio, más cruel que el de
las cárceles, es a su vez una cárcel. Es una cerca inmaterial, sin
duda, pero impenetrable, capa interpuesta de atmósfera vacía, pero
que no pueden atravesar los rayos visuales del abandonado. ¿Hay luz
más terrible que la del silencio, que no nos muestra una ausente,
sino mil, y cada una de ellas entregándose a alguna otra traición?
Roberto, a veces, en un brusco descanso, creía que este silencio iba
a cesar al momento, que la carta esperada iba a llegar. La veía,
llegaba, espiaba cada ruido, desaparecía ya su ansia, murmuraba «¡La
carta! ¡La carta!». Después de haber entrevisto así un imaginario
oasis de ternura, volvía a encontrarse pataleando en el desierto
real del silencio sin fin.”
El
mundo de las comunicaciones ha cambiado enormemente; el de los
sentimientos no tanto. Hoy en lugar de una carta podríamos hablar de
un email, un whatsapp, una llamada de teléfono -entonces en pruebas-
o una notificación de facebook. Pero la sensación de angustia y
ansiedad en la espera de que a quien amamos se dirija a nosotros por
cualquier medio que rompa el insoportable silencio que por algún
motivo se haya interpuesto entre nosotros, es sin duda la misma. A veces ni siquiera hay distancias, ya basta entonces un simple gesto, una mirada, una palabra, que se demora, que no llega.Y
cuando por alguna ilusión infundada esperamos esa comunicación y no
se produce, la zozobra que nos invade es semejante a la que se
describe en Saint Loup.
¿Quién
no se ha visto alguna vez en ese tormento, en ese silencio enloquecedor, esperando la palabra, el
gesto de la persona amada, que rompa el muro de la incomunicación?
¿Quién no se ha sentido impotente, por ataduras irracionalmente
autoimpuestas, pero que son superiores a sus fuerzas, para dar el
primer paso en pro de intentar tender de nuevo esos puentes que se
hundieron? Millones de personas en el mundo y a lo largo de la
historia habrán experimentado estos sentimientos, pero pocas habrán
sido capaces de expresarlas de esta manera, con tal exactitud y
precisión, con tal riqueza de matices, de una forma tan descarnada.
Es la diferencia entre el genio literario de Proust, y el resto de
los mortales que a duras penas alcanzamos a juntar atolondradamente
algunas letras.
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