Asistí
la semana pasada a la presentación en Sevilla del último libro de Juan Ramón
Rallo que con el título “Una revolución
liberal para España” ha sido editado recientemente por Deusto. El acto tuvo
lugar en el Colegio Claret a iniciativa de Students For Liberty, una
organización internacional de jóvenes liberales con presencia en nuestro país
y, concretamente, en nuestra ciudad, que piensan que una mayor libertad es la
mejor fórmula para resolver muchos de los problemas del mundo actual. Cosa rara
y harto sorprendente porque según aparece en los medios habitualmente, en
España, y más concretamente en Andalucía, sólo hay jóvenes defensores de “lo
público” y del paternalismo estatal.
JuanRamón Rallo es una de las figuras más destacadas del panorama académico actual
en España, tanto por su trabajo de investigación como por su incansable labor
de divulgación a través de todos los medios disponibles en prensa digital y
tradicional, radio, televisión y redes sociales. A sus treinta años ha tenido tiempo
de doctorarse en Economía, licenciarse en Derecho, u obtener un máster en
Economía de la Escuela Austriaca. Actualmente es profesor en varios centros de
educación superior y director del Instituto Juan de Mariana.
Sigo
hace algún tiempo a Juan Ramón Rallo, cómo no,
con sentido crítico. Él es un liberal acérrimo desde unos postulados
estrictamente económicos y, en mi opinión, más bien teóricos. Por mi parte
prefiero un liberalismo más práctico y realizable, con ingredientes más
variados que el de la frialdad de los números. Más pegado a la realidad del
mundo altamente socializado –mucho más de lo que pensamos- en que nos
movemos y en el que parece que mucha
gente se encuentra a gusto, quizá porque no es consciente de los costes, en
términos de libertad individual, que este tiene. Además Rallo en el Estado por lo general parece
que sólo ve inconvenientes, y yo, aparte
de estos, también le veo algunas ventajas, siempre que su función se limite a
esos campos en que puede proporcionarlas. Pero en lo que estoy absolutamente de
acuerdo con él es que la dimensión y el peso del Estado en nuestras vidas
debería de reducirse considerablemente, con lo cual los dos vamos a contracorriente
del pensamiento imperante.
No
he tenido tiempo aún de leer el libro en su totalidad, pero su planteamiento
general es el siguiente: en nuestro país el Estado detrae coactivamente para sí
nada menos que el 50% de los recursos que genera nuestra economía.
Consiguientemente los ciudadanos individualmente perdemos la posibilidad de decidir libremente
sobre el destino de esos recursos que obligatoriamente hemos de entregar a
políticos y burócratas para que decidan por nosotros. Esta situación se acepta,
entre otras cosas, porque parece que no hay alternativas para hacerlo de otra
forma en nuestras actuales sociedades. Rallo va demostrando sector por sector
que sí hay otras opciones para que los ciudadanos tenga mayor capacidad de decisión
y elección respecto a la sanidad, la educación o las pensiones mediante fórmulas liberales, de forma que al
final, los recursos manejados por el Estado quedarían reducidos al 5%, sin que
por ello los ciudadanos dejen de percibir esos servicios.
No
sé si esa reducción tan drástica sería la deseable, porque como ya he dicho
antes, pienso que en la política y en la organización de la sociedad hay que
tener en cuenta factores que no sólo son los económicos. Pero entre el 50 y el
5 hay un amplísimo trecho en el que seguramente se pueden encontrar puntos
intermedios. Lo que no es soportable es la situación actual, que lastra
gravemente el progreso económico y social por la constante dependencia del
esclerotizado y tantas veces corrupto aparato estatal. Lo que pasa es que la
gente por lo general piensa que en este Estado, que hemos llamado de bienestar
(¿para quién?), los ricos financian los servicios que se prestan a los pobres.
Pero esta es una percepción equivocada, como demuestra por ejemplo el caso del “mileurista”,
cuya posible disponibilidad de renta se ve mermada nada menos que un ¡¡cuarenta
y cinco por ciento!! como consecuencia de impuestos y cargas sociales. Con lo
que la transferencia no se produce entre ricos y pobres, sino entre pobres y
pobres o a lo sumo, entre pobres y más pobres todavía. Eso sí, actuando por
medio el burócrata de turno que decide por nosotros lo que más nos interesa. A
un Estado que nos chupa la sangre de esa manera no se me ocurre otra forma de
llamarlo que Estado-vampiro. Creo que merece la pena estudiar algunas de las
propuestas de Rallo, a ver cómo nos lo quitamos de encima. Porque a este bicho con
una simple ristra de ajos y un crucifijo no lo espantamos.
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