La
cosa está entre la historia y la leyenda. Cuentan que allá por una fecha de la
que por lejana no se guarda memoria, un ladronzuelo prófugo de la justicia
entró apresuradamente en la iglesia de Santa Marina huyendo de los alguaciles
que le perseguían. Ya en el interior del templo halló abierta la puerta que
daba acceso a la torre, antiguo alminar de mezquita, y pensó que sería buen
lugar para ocultarse. Subió por la empinada escalera, y observando la abertura
de un hueco sobre lo que sería la cúpula de la capilla bautismal, intentó
introducirse en el mismo, descubriendo entonces que en el reducido habitáculo
ya había sido antes utilizado como escondite, en esta ocasión para una imagen
de terracota de la Virgen con su Hijo muerto en los brazos, a la que de
inmediato se encomendó, logrando zafarse de sus perseguidores y abandonando
desde entonces su vida delictiva. Fue tal la devoción que el suceso y la imagen
de la Piedad suscitaron entre la feligresía que se dio origen a una hermandad
con esta advocación que durante cuatro siglos permaneció en Santa Marina, hasta
que el fuego provocado por unos desalmados destruyó buena parte de la fábrica del templo. De aquél hecho luctuoso la
hermandad renació reinventándose a sí misma. Cofrades como Guillermo Serra,
Curro Sousa, Dionisio Gómez o Antonio
Migens, a los tres últimos de los cuales tengo la satisfacción de haber llegado a
conocer, lo hicieron posible en su actual sede del exconvento de la Paz.
Desde que resido en la collación de Omnium Sanctorum,
cada Viernes Santo repito el mismo rito. Sobre las cinco de la tarde comienzo a
vestirme de nazareno, mientras suena la música de Bach. Si no fuera sevillano
me gustaría estar allí alguna vez, en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig,
asistiendo en directo a la interpretación de una de las pasiones del genio de
Eisenach compuestas para la ocasión. Pero estoy en Sevilla, en un barrio que
por la mañana fue inundado por la Esperanza, y que ahora ha quedado quieto,
enmudecido porque ya todo se ha consumado. Ciño el cíngulo amarillo sobre la
sotana morada. Me coloco la capa negra con el escudo de la Piedad, recuperado
hace unos años, sobre el hombro izquierdo. Me pongo el alto capirote con el
antifaz negro. El escudo de la hermandad queda sobre el pecho. Salgo de casa. Cojo
por Relator, llegando al Pumarejo, donde giro a la derecha para embocar San
Luis, la larga vía que va desde el Arco hasta San Marcos y que fue entrada de
reyes a la ciudad. Hacia mitad de la calle me encuentro con la vieja iglesia
mudéjar. Allí está, como siempre. Muchas veces paso por este lugar, pero hoy es
un día especial. Ralentizo el ritmo de mi andar hacia Bustos Tavera. Miro a la
torre, escudriño en el hueco que alberga la campana. Observo el dibujo de los
rosetones, las arquivoltas de la ojiva, las catorce cabezas de león que
sustentan el tejaroz, los motivos que adornan la imposta, la imagen de Cristo
sobre la clave del arco…. Intento recrear en mi imaginación viejas estampas que
conozco por fotos de un paso que es el mismo que acompañaré, si Dios y el
tiempo quieren, dentro de unas horas en su procesión a la Catedral, pero
adornado y dispuesto de muy diferente manera. Imagino el bullicio del barrio en
torno a su cofradía, la música de la banda del vecino hospicio, ambiente tan
distinto todo del que hoy rodea nuestra estación. Tengo un recuerdo para tantos
que vistieron el mismo hábito antes que yo. En la soledad de la calle a esa
hora en que comienza declinar el día, algún transeúnte despistado que me mira
con curiosidad quizá ignore que está viendo una estampa que se repitió durante
siglos. Tarde de Viernes Santo. Un nazareno de la Piedad junto a la puerta de
Santa Marina.
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