De
la estación de Santa María Novella al Piazzale Michelangelo hay un buen trecho.
Sobre todo si vas en la línea 12, que da una vuelta de consideración, y sube al
piazzale por el interminable viale Galileo, con no sé cuántas paradas
en el trayecto. El autobús iba además atestado de gente. Todos turistas
anhelosos de alcanzar ese privilegiado balcón sobre la hermosa Florencia. Tal
era el apiñamiento que muchos pasajeros no podían siquiera alcanzar la máquina
donde se picaban lo billetes. A los florentinos me da la impresión de que esto no
les hubiera inquietado mucho, pero como todos los que allí íbamos éramos
turistas no nos atrevíamos a ir sin título de viaje en regla. Así que los
billetes iban pasando de mano en mano hasta que llegaban a un amable señor que,
con mucha paciencia y de forma totalmente gratis, según él mismo enfatizaba, se
encargaba de realizar la operación de pasar el billete por la máquina para
después devolverlo por el mismo camino de solícitas manos hasta su titular. Estrella
y las niñas habían tenido la suerte de apañarse unos asientos, pero yo iba de
pie metido en aquella bulla cosmopolita. A mi lado una italiana relataba de lo
lindo. Cuando la entendía le contestaba, normalmente dándole la razón en sus
protestas. Cuando no, me hacía el longui. Pero ella seguía, inasequible al
desaliento. Al cruzar el río por el Ponte alla Carraia todo el mundo quería ver
desde allí el Ponte Vecchio, el de la Santa Trinitá mediante, y hubo que hacer
equilibrios y contorsiones para conseguir el objetivo. Viajaba junto a mí
también, en mis mismas podríamos decir “penosas” condiciones, una pareja que
hablaban con acento porteño inconfundible, e iban comentando las vistas y las
incomodidades, a partes más o menos iguales. En cada parada no hacía sino
empeorar aquello, pues nadie bajaba. Llegó el momento en que ya tampoco podían
subir más. Rien ne va plus!Hasta que
por fin llegamos a la deseada parada y
el autobús se vació al instante. Todo quisque abajo (que no al suelo). ¡Ah maravilla!
Lástima que el día estaba un poco soso, nubladillo. ¡Pero qué vistas! Allá
abajo, el Arno, el puente, los Ufizzi, el Duomo, la Santa Croce, el Campanile,
la torre del Barguello, la del Palazzo Vecchio….Toda Florencia en un coup
d’oeil. Mientras estábamos haciendo las fotos de rigor que perpetuaran el
momento, aunque estos instantes suelen grabarse en soportes
mucho más indelebles, se nos acercó la pareja argentina del autobús y me
pidieron que les sacase un retrato con el inigualable paisaje de fondo. Si para
nosotros era importante -para mi era mi segunda visita, pero la primera con
toda la familia- imagino lo que era para ellos, venidos desde tan lejos,
probablemente por una única vez en su vida. Lógicamente accedí a la petición, e
hice varias tomas, por si alguna no salía bien. Nos despedimos sin más.
Nosotros continuamos haciendo fotos, preguntando a las niñas ¿qué es aquello?
¿cómo se llama aquella iglesia? ¿y el puente de allí? Luego iniciamos el
descenso a hasta la ribera del río. Había algunas celebraciones cívicas porque
era el 25 de abril, setenta aniversario de la liberación de Italia. Le expliqué
a mi hija cómo sin embargo para mí aquella fecha estaba más relacionada con la
Revolución de los Claveles (“Grândola, Vila Morena” sonando en Radio Renascença…)
de nuestro vecino Portugal. Y así íbamos contando historias de aquí y allá
mientras recorríamos las calles de la capital de la Toscana.
Horas más tarde, mi mujer había entrado en una tienda
del Borgo dei Greci a preguntar por no sé qué cosa, y por esas casualidades que
se dan en los viajes, y que ocurren por el
hecho de que los turistas nos llevamos mucho tiempo en la calle y
frecuentando generalmente los mismos sitios, allí que aparece de nuevo la
pareja de argentinos del Piazzale Michelangelo.
-Hola, ¿qué tal? –les saludo- ¡Otra vez nos vemos!
-Sí, qué casualidad.
-Son ustedes argentinos ¿verdad?
-Sí, y ustedes españoles ¿no?
-Sí, somos españoles, de Sevilla.
La mujer se ha metido ya para la tienda, pero él
comienza a contarme de su viaje.
-¡Ah Sevilla!¡Qué
linda! La Giralda…¡Y España! ¡Qué país tan grande tienen! –lástima que allí no
todos lo vean así, pienso para mí-Nosotros llevamos veintidós días en Europa.
Estamos los dos jubilados y teníamos algo de plata ahorrada…¡pues vamos a
darnos una vueltecita por Europa! Hemos estado en Madrid, Sevilla, Granada,
Barcelona, París, Niza…ahora iremos a Venecia, Roma y Nápoles. Pero
España..¡qué gran país! –vuelve a recalcar- ¿Y el jamón? – su discurso, pleno
de expresividad, va acompañado de la habitual gestualidad latina, compartida con españoles e italianos, que la subraya aún más- Riquíiiisimo el jamón de ustedes. Lo tomamos en Madrid y en Sevilla…Mirá,
tengo allá en Buenos Aires un amigo italiano que está siempre presumiendo de su
jamón, su prosciuto, como ellos le llaman. ¡Pero cuando yo he probado el jamón
serrano en España! –suspira- ¡Dónde
va a parar! ¿Sabés lo que le voy a decir
a mi amigo italiano cuando vuelva? ¿Sabés lo que le voy a decir? –se produce un
breve silencio de suspense que finalmente se rompe de manera escatológica- “¡Metételo
por el cuuulo tu jamón!” ¡¡Dónde va a parar el jamón de ustedes!!...
Que era a donde queríamos llegar, sin que se molesten
nuestros amigos italianos, tras este largo y entretenido paseo. No lo digo yo. El árbitro argentino decidió.
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