Viendo que la cosa se
pone fea, el presidente del peor Gobierno de la historia de nuestra democracia,
supongo que asesorado por su arúspice Iván Redondo, ha sacado de la chistera el
conejo de los Pactos de la Moncloa, como un amuleto mágico con el que pretende
exorcizar los males que le acechan.
Para empezar habría que
aclarar a las generaciones más jóvenes, y refrescar a las menos jóvenes, qué es
esto de los Pactos de la Moncloa, porque probablemente muchos no lo sepan o
recuerden. A ver –como se dice ahora- resumidamente los pactos de la Moncloa fueron
dos: uno de contenido económico y otro de contenido político. Fueron ambos
alcanzados en el mes de octubre de 1977, esto es, en periodo ya democrático,
pero preconstitucional. El pacto político lo suscribieron la totalidad de las
fuerzas parlamentarias de entonces, a excepción de Alianza Popular, debido esto
último a su oposición a la despenalización del adulterio y de otras conductas
de índole sexual. El pacto económico, a diferencia del anterior, sí que recibió
el apoyo unánime de todos los grupos políticos y de las fuerzas sindicales y
empresariales mayoritarias (el de la UGT, con algo de retraso). El pacto
político allanó el camino que permitiría el posterior gran pacto que fue nuestra
vigente Constitución. El pacto económico sirvió para encauzar la economía del
país, en un momento delicadísimo, azotada por la hiperinflación, el incremento
galopante del paro, y los demás problemas derivados de las crisis del petróleo
producidas por el alza de los precios del crudo en aquellos años. En definitiva
se trató, visto globalmente, de un gran pacto nacional del cual prácticamente
hemos venido disfrutando sus frutos en forma de estabilidad y prosperidad,
cuando menos hasta entrada la presente centuria.
Los elementos sobre los
que se asentaron dichos pactos fueron fundamentalmente dos, a saber:
En primer lugar la
voluntad común -en un momento en que todo estaba por hacer y por lo tanto la
inestabilidad y la incertidumbre eran enormes, con un gobierno además en
minoría parlamentaria- de reconciliación nacional, de superación del pasado
asumiendo cada parte sus errores, y de establecer un marco de libertades,
garantías y prosperidad para todos los españoles. Para que nos hagamos una idea
del clima de afán de concordia, baste señalar que coincidiendo más o menos con
su firma se produjo un hecho insólito: Manuel Fraga, exministro de Franco y líder
del partido de la derecha conservadora, presentaba en una conferencia en un
conocido foro político y cultural de entonces al Secretario General del Partido Comunista de España, Santiago
Carrillo, recién regresado del exilio, y con un oscura historia a sus espaldas
en cuanto a su actuación durante la guerra en el bando republicano.
El segundo elemento, y sin desdeñar el papel de los demás dirigentes políticos de entonces, fue sin duda el
liderazgo de un hombre de estado como Adolfo Suárez, que supo pilotar con audacia, determinación y
amplitud de miras este proyecto de convivencia, sorteando las muchísimas dificultades
que se cernían por todas partes, incluido el feroz ataque del terrorismo, hoy
afortunadamente atenuado.
Como puede verse por
tanto, aquél momento y el actual tienen en común el frágil apoyo parlamentario
de los respectivos gobiernos y la suma gravedad de la coyuntura política y
económica, pero difieren en los demás aspectos fundamentales.
El actual Gobierno quiere,
en la línea ya iniciada por los de Zapatero, acabar precisamente con el
espíritu de la Transición, decantándose por reivindicar a uno de los dos bandos
enfrentados en la guerra. Es decir, decantándose por dividir de nuevo a los
españoles en buenos y malos, como en tiempos de la nefasta II República y la
subsiguiente dictadura. Es difícil ahora desandar lo andado en ese sentido para
volver a ese espíritu de unidad en cuanto a los grandes principios.
En línea con lo anterior,
la capacidad de liderazgo nacional del actual presidente del ejecutivo –que
otorga mejor trato al separatista Torra que al jefe de la oposición- es nula. Compararlo con la figura de Suárez
sólo puede producir melancolía. Sánchez, aparte de otras consideraciones acerca
de su capacidad intelectual, es un sectario extremista que escupe a la cara de
los que no somos de su cuerda cada vez que habla. Por lo demás, su proverbial adicción
a la mentira hace inverosímil cualquier expresión de voluntad de cambio en este
aspecto.
La necesaria unidad del
país no puede hacerse en torno a un extremo, y con un líder tan poco fiable –los
hechos están ahí para demostrarlo- como Sánchez. Por lo tanto, lo primero que
tenía que hacer es desprenderse de su socio de gobierno y acercarse a las
posturas moderadas. Todo lo demás es pura maniobra de distracción. Como no creo
que lo vaya a hacer, la única alternativa para alcanzar un pacto nacional sería
que él se fuese.
Así que invocar los
Pactos de la Moncloa con tales ingredientes parece, a día de hoy, tan pretencioso
como inútil, porque se requerirían unas premisas muy diferentes para
alcanzarlos. Es evidente que la gravedad de la situación hace más que deseable
ese pacto entre las grandes fuerzas políticas, pero eso es diametralmente
opuesto a lo que Sánchez ha venido practicando hasta el presente, y nada indica
que vaya a cambiar. Al contrario, lo único que cabe esperar es que intente una
vez más engañar a todo el mundo para salvar su pellejo. Esa es la única
finalidad que se le puede adivinar: hacer copartícipes de su fracaso a las fuerzas de la oposición
para así eludir sus responsabilidades. En definitiva, su oferta de acuerdo más
que una mano tendida es un abrazo de oso.