No me gustan
los cohetes, pero se me ponen los vellos de punta cuando escucho el
sonido antiguo de la flauta y el tamboril (la Hermandad de Triana,
lleva a Carmelo...). No me gustan las efusiones sentimentaloides
y el fanatismo, pero admiro la fe sencilla y profunda de muchos
rocieros (agarrao a tus varales.. te voy rezando...). No me
gustan los excesos de la romería, pero tengo siempre presente a la
Virgen cuando busco la soledad en mis escapadas ciclistas por los
caminos del coto (inmensidades verdes, los pinos...).
El Rocío
suscita en mí sentimientos encontrados de rechazo y atracción. Los
camperitos me revientan, abomino de la superchería y prefiero otras
expresiones más contenidas del sentimiento religioso (hay quien
dice que.. es mentira y vanidad...). Pero por debajo de todo eso
hay algo más fuerte y más auténtico que no deja de llamarme
(...que vea a la Virgen y hable después..), por más que yo
viva ´-dentro de lo que cabe en Sevilla, y con tantos amigos que son
auténticos convencidos del asunto- un tanto alejado del fenómeno.
De pequeño
contemplaba el paso de las carretas por casa de mis tías-abuelas en
San Juan de Aznalfarache, pero mi familia no puede decirse que sea
rociera. En mi juventud era más partidario, aunque nunca hice el
camino, siempre pospuesto “al año que viene”. Sí que hice un
traslado a Almonte, en una calurosa y polvorienta noche de agosto de
hace no sé cuántos años. La última vez que estuve en la aldea en
Pentecostés iba acompañado de mi mujer y de mi hija Estrella,
que aún no había nacido, pero que ya vivía acurrucadita en el
vientre de su madre. Desde entonces no he vuelto a la romería,
aunque sí con cierta frecuencia a la ermita.
Ayer
miércoles me despertaron temprano los cohetes. ¡Qué le vamos a
hacer! ¡Ya están aquí estos ruidosos! No la buscaba, pero salí a
la calle Feria, esta vez acompañado por mi hija Sonia, con su
uniforme y su mochila del colegio, y allí venía la hermandad, con
sus romeros de a pie -aún relucientes-, sus caballistas -pocos-,
sólo una carreta -lástima- y su Simpecado. No hacía falta más. El
canto de las sevillanas desde los balcones (cantaban a la Virgen
poemas...), la lluvia torrencial de pétalos sobre la carreta de
plata (..¡flores, flores a Ella!...) y los vivas a la Blanca
Paloma, al Pastorcito Divino, a la Macarena, a la Macarena, a la
Macarena, a la Madre de Dios... me hicieron vivir una de esas
emociones que sacuden por dentro inexplicablemente, y que me hizo
sorprenderme a mi mismo diciéndome ¡pero si yo no soy rociero!
El momento
fue intenso aunque breve, sólo duró unos instantes. Me desperté por
segunda vez en la mañana serena y clara de mayo. Sonia estaba feliz,
cubierta de pétalos. Le encantan. Los bueyes, con su cansino
caminar, reiniciaron la marcha, deseosos ya de cambiar el asfalto por
las arenas y el paisaje urbano por el de los verdes pinares. Allá
adelante sonaban otra vez tambor y flauta y las palmas a compás. La
alegre comitiva seguía su camino. Yo, a mis ocupaciones habituales.
Rociero o no, el Simpecado del barrio de la Macarena se llevó
prendidas mis oraciones (¡Dios te salve!) en su anual
peregrinación hacia la aldea marismeña del Rocío.