Cayó
hace unos meses en mis manos casi por casualidad un libro del escritor francés
Guy Sorman titulado “La solución liberal”. Buscaba otro título del mismo autor, pero
apareció este en los anaqueles de la biblioteca y me resultó atractivo, y
aunque han pasado ya algunos años desde su publicación en 1984, su contenido me
pareció actual.
Entre otros temas tratados, se quejaba Sorman por
aquél entonces de que ni siquiera los gobiernos de Margaret Thatcher o Ronald
Reagan, a pesar de ser demonizados por
la izquierda por su inspiración liberal o neoliberal, habían conseguido reducir el tamaño que sus
respectivos aparatos estatales habían alcanzado en su enorme desarrollo desde
la II Guerra Mundial.
Para explicarlo se remonta a la advertencia que ya hacía Tocqueville en
su obra “El Antiguo Régimen y la
Revolución”: “Los funcionarios
administrativos –expone el autor de “La
democracia en América”- forman una
clase que tiene su espíritu particular, sus tradiciones, sus virtudes, su
honor, su orgullo propios. Es la aristocracia de la sociedad nueva que ya está
formada y viva; sólo espera que la Revolución haya despejado el sitio”.
Esta idea es retomada en tiempos más recientes por Michaël
Zöller, un sociólogo alemán de la Universidad de Bayreuth, para quien el Estado
es un sistema de intereses personales organizado, una Nueva Clase. Según Zöller, en palabras de Sorman, “los miembros de la Nueva Clase, los
burócratas que rigen el Estado, funcionarios y políticos, son seres humanos
terriblemente normales...Como todos nosotros, su ambición estriba en aumentar
su retribución y su autoridad. Como clase, se dedican a desarrollar sus
poderes, sus intervenciones y su parte de mercado, es decir, la deducción
financiera que realizan mediante el impuesto sobre la sociedad civil. No puede
esperarse de estas gentes normales un comportamiento distinto y sería tan
estúpido reprochárselo como ignorarlo”.
Esta nueva clase se ajusta bastante a lo que hoy se ha
dado en llamar, con término bastante más despectivo, “la casta”, y abarca a la
práctica totalidad de la clase política, sea del color que sea. Es la
consecuencia de la profesionalización de esta actividad. Quienes se dedican a ella
pretenden vivir de esta ocupación indefinidamente, y por lo tanto crean sus
propios intereses como clase, comunes a todas las formaciones y tendencias, y
al mismo tiempo divergentes del de la sociedad a quien indefectiblemente tienen
que rapiñar para asegurar su subsistencia. Por eso el político auténticamente
liberal es hoy rara avis. El político
profesional tiende más bien a expandir su negocio –el del Estado- que a
reducirlo. Cuestión de mera supervivencia.
Para Sorman, asistimos a una nueva lucha de clases, en
las que burguesía y proletariado han sido sustituidos por la clase político-funconarial
por un lado y lo que podríamos llamar la sociedad civil por otro. Esta última
incluiría a “todos aquellos que viven de
la economía privada, sometidos a las leyes de la competencia y condenados a dar
siempre pruebas de iniciativa, de imaginación, capaces de cambio, inseguros por
lo que se refiere a su futuro…. Enfrente, la Nueva Clase produce sobre todo
palabras; las profesiones que ejerce son generalmente del orden del discurso.
Vive de la deducción que realiza sobre los demás y se justifica por ello en
nombre del interés general”.
El mismo Sorman advierte de la esquematicidad de su análisis
–que aquí además expongo de manera obviamente simplificada- aunque no lo sea mayor
que la del marxista del que toma referencia, pero a grandes rasgos creo que es
bastante acertado. La última prueba la tenemos en la propuesta de reforma de la
Administración que en estos meses se discute en nuestro país, y que podríamos
resumir en la lampedusiana fórmula de cambiarlo
todo para que nada cambie. Porque más allá de retoques cosméticos y de
algunos cambios de denominación, mucho me temo que el peso de nuestra
elefantiásica administración va a seguir cargando abusivamente nuestros hombros,
más o menos de la misma forma que hasta ahora. Normal. No vamos a pedir a estas
criaturas que tiren piedras contra su propio tejado.
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