La Carrera Nocturna del Guadalquivir, “la nocturna” a
secas para los amigos, no es en realidad una carrera en sentido estricto. Si acaso lo será para los
que salen del cajón reservado a quienes acrediten determinadas marcas. Porque
hacer cincuenta y seis minutos en poco más de ocho kilómetros, a causa de que la
cantidad de participantes no te permite ir más rápido, ya me diréis si es correr o es trote
cochinero. ¿Entonces, qué es? Pues es fundamentalmente una fiesta. Una fiesta
en la que nos reunimos los practicantes de muy variados deportes, desde el
machaca del atletismo, al que juega al padle o al fútbol sala o simplemente es
habitual del gimnasio, y en este día decidimos echarnos a la calle todos juntos.
A ella hay quien va a con el reto de cubrir una distancia a la que nunca se ha
enfrentado, otros, los menos porque no es ocasión para ello, a intentar mejorar
sus registros, y la gran mayoría a celebrar de manera grupal que nos gusta el deporte, que tenemos
salud, que estamos en una forma aceptable,
cada uno según su condición. En esta edición, de una manera especial, al
cumplirse su vigésimo quinto aniversario, la prueba ha alcanzado unas dimensiones,
con cerca de veinte mil corredores, que la hacen merecedora desde ya de tener un lugar de honor el calendario no sólo
deportivo, sino de acontecimientos y celebraciones de la ciudad.
Tenía especial interés en correr este año, por muchos
motivos. Los veinticinco años de la primera edición, en la que también estuve,
el reto de alcanzar una participación récord, mi reciente cincuentenario… Pero
la noche se puso difícil y me lo estuve pensando bastante. No sólo era la
carrera, había que llegar allí y luego volver, todo previsiblemente bajo la
lluvia, por momentos intensa. A cualquiera lo que le pedía el cuerpo era
quedarse en casa. Miraba por la ventana, ya preparado para salir, y dudaba.
¡Qué ganas había que tener para pegarse tal mojada por una carrera! Sin embargo
esto de correr tiene algo, te reporta tantas satisfacciones personales,
íntimas, te hace sentirte por momentos tan bien, que yo creo que todo eso se
agolpó de manera inconsciente en mi cerebro empujándome a la calle, en una
decisión que evidentemente los que no tengan este gusanillo no la pueden
comprender. Yo quería estar allí, y tenía que caer mucha más agua para
impedírmelo. Y como yo hicieron otros tantísimos corredores que desafiando las
inclemencias inundaron las calles de Sevilla en una riada espectacular -donde
había cantos, había chistes, había voces de aliento- que causaba la admiración,
allí por donde pasaba, de los animosos espectadores que la contemplaban.
¿El tiempo? ¿El puesto? ¡Yo qué sé! ¿Se puede contar
el puesto cuando hay veinte mil
corredores, cuando la gente entra en masa en la meta?¿Se puede medir el tiempo
cuando nada más en la salida pierdes ya cuatro o cinco minutos, cuando hay casi
que pararse en cada embotellamiento, en cada curva? ¿Se puede hacer buena marca en una "carrera acuática" como la de anoche? Los que corremos sin afanes
competitivos lo hacemos buscando las sensaciones, más que las marcas. Y en ese
sentido las sensaciones fueron las mismas que con cuarenta, con treinta o con
veinte, a pesar de que entonces evidentemente iba mucho más rápido. Es por esto
por lo que te sientes más joven. Cuando te pones las zapatillas no piensas en
la edad que tienes, o incluso te hace olvidar que has cumplido ya unos años. Correr
es siempre un intento, más heroico cuanto más inalcanzable es el objetivo, de
luchar contra ese enemigo inexorable de nuestra existencia que es el tiempo.
Ora para ir más rápido, ora para que pase más lento. Será por eso que a pesar
de los elementos yo quería ir, participar, llegar a la meta y conseguir esa medalla que
lo acredita. No es de oro, pero como si lo fuera.
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