viernes, 7 de noviembre de 2014

DERECHO A DECIDIR

En esta España convulsa en que nos ha tocado vivir, en la que se grita más que se razona, y en que a cualquier personajete le ponen un micrófono y una cámara delante para que pontifique desde su estulticia o su paranoia, uno de los problemas con que nos enfrentamos a la hora de solucionar nuestros problemas es el de la necesidad de andar constantemente discutiendo sobre lo obvio. Cosas que deberían darse sobradamente por sabidas y asentadas en el conocimiento general resulta que hay que estar una y otra vez recordándolas, porque solo así se pueden establecer las bases de un debate racional. Particularmente me da mucha pereza entrar en estas discusiones de principiantes, pero estoy tan harto, especialmente en estos días, de escuchar las sandeces que dicen algunos por ahí, y con la soltura que las dicen, que me parece una obligación moral, casi caritativa, recordar aquí, para quien lo quiera leer, algunos apuntes sobre el tan manido derecho a decidir que tantos invocan como el nuevo totem de una sociedad democrática.
      En la moda imperante de inventarnos los derechos existen dos variantes: las de establecerlos ex novo, o la de extenderlos a supuestos para los que no estaban contemplados. En una sociedad democrática es evidente que los ciudadanos tienen derecho a decidir sobre muchos aspectos de su vida personal y de la vida política, pero siempre dentro de las leyes, que son las que sostienen esa democracia, que sin ellas sería simplemente una anarquía. En un Estado democrático y de derecho -parece mentira que haya que recordar esta obviedad- no se tiene derecho a decidir por encima de lo que permiten las leyes. El derecho a decidir no es por tanto ilimitado. Si lo fuera nos convertiría a cada uno en potenciales dictadorcitos, que son los que por definición deciden sobre todo y sobre todos. Por lo general el derecho a decidir sólo se tiene respecto de lo que nos pertenece o tenemos sobre ello un poder legítimo de disposición, según la legalidad. Contrario sensu, que diría un cursi, no se tiene derecho a decidir sobre lo que a uno no le pertenece o no tiene un poder legítimo de disposición. Esta máxima, tan simple, tan sencilla y tan elemental, es básica para afrontar muchas de las cuestiones que se suscitan en el debate público actual, por ejemplo, en relación al problema catalán que es el más inmediato de entre estos.
       Los independentistas catalanes -incluso muchos que no son tales- reclaman su derecho a decidir sobre Cataluña como les parezca, más allá de lo que permiten las leyes, obviando que Cataluña no les pertenece, como no les pertenece el rellano de la escalera de la segunda planta de mi bloque en exclusiva a los vecinos de la misma. Cataluña, según la Constitución, pertenece a todos los españoles, los que viven allí y los que no lo hacemos, y todos pertenecemos, para bien y para mal, a la misma y única nación. Tenemos por tanto derecho a decidir sobre el destino de esta, pero conjuntamente y no por partes. Cada uno en nuestro rellano podemos decidir determinados aspectos, pero no lo que nos de la gana sin contar con el resto.

          Por lo tanto, el derecho a decidir se tiene dependiendo de sobre qué. Democracia no es derecho a decidir sobre cualquier cosa que se nos antoje. A día de hoy Cataluña no tiene derecho a decidir sobre su independencia. Ni a través de referendos, ni a través de “elecciones plebiscitarias” ni a través de pantomimas con pan tumaca como la que nos espera este domingo. Y quien pretenda reconocer este, a día de hoy, inexistente derecho -ojito que hay tentaciones- tendrá que consultarlo antes al resto de los españoles. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario