martes, 9 de febrero de 2016

UN BARBERO MUY DE AQUÍ



Ya contábamos aquí días atrás cómo “El barbero de Sevilla” tiene progenitores  franceses e italianos y nació en Roma hace ahora doscientos años. Sin embargo hay algo que hace que la música que compusiera Rossini para esta comedia de enredos amorosos sea perfectamente indentificable con la ciudad en que se desarrolla la historia. Me refiero a  la gracia. La música de Rossini tiene gracia, no en el sentido  jocoso, que no falta en el libreto, sino en un sentido más elevado y relativo a lo estético.  El de Pesaro tenía ese don, que se tiene o no se tiene. Su música es alegre, chispeante, melódica…grácil. Sevilla, por su parte es, a decir de uno de sus más preclaros hijos como fue José María Izquierdo, la ciudad de la Gracia. Para Izquierdo, la gracia es un no-sé-qué, un quid divimum, algo inefable que constituye, como igualmente apreció Ángel Ganivet, el genio y la figura  de la ciudad sobre la que solía divagar. Y parte de esa gracia que se respira en la ciudad le viene dada por su luz. Sus luces, diría Izquierdo.  Esas luces que artistas del pincel de la sensibilidad de Carmen Laffón se han encargado de escrutar y analizar para plasmarlas en sus obras, y que se ve perfectamente reflejada en esta producción autóctona que ayer volvía a servir de marco a la representación de la obra bicentenaria.
Casi veinte años hemos tardado en tener  de nuevo entre nosotros un “Barbero”, y ha vuelto con el mismo ropaje escenográfico y teatral del que ya disfrutamos en 1998. Habrá barberos mejores y peores, pero este es muy muy de aquí, de Sevilla (de lo mejor de aquí, cabría aclarar en esta tierra de contrastes, capaz de lo mejor y de lo peor), y deberíamos ser capaces de sacarle más partido, porque es una producción que no es en absoluto tópica –aunque evidentemente nadie puede dudar de dónde transcurre la obra- ha resistido muy bien el paso del tiempo y está muy acorde al nivel de muchos buenos teatros europeos, y con un valor añadido que nadie más en el mundo puede ofrecer.
La representación, en conjunto, me gustó. Algo paradójico porque consideradas una a una las voces ninguna fue de un nivel destacable, aunque todos contribuyeron con su gran desenvolvimiento teatral. Angelini  mostró un bonito timbre para su Almaviva, pero escasísima potencia y volumen. Sólo se le oyó con nitidez en la hermosa serenata del primer acto y en las escenas finales, donde desplegó  toda la pirotecnia propia del estilo rossiniano. Tampoco me dijo nada especial el Fígaro de Davide Luciano, en el que ya desde su “Largo al factotum” iniciado desde fuera de la escena, se le apreciaron carencias. Siempre nos quedará la duda sobre qué hubiera dado de sí Eliot Madore, inicialmente anunciado.  Mejor me pareció la Rosina de Marina Comparato, aunque sin exquisiteces. Girolami anduvo con buena voz y legato, pero más endeble en una parte fundamental de su papel, como es el canto silabato. Ulyanov (Don Basilio) sí que interpretó una notable aria de la calumnia, al igual que hizo Susana Cordón (Berta) con la suya. Pero ya digo que el conjunto me gustó. Seguramente tuvo mucho que ver la muy buena dirección de  Guiuseppe Finzi, que con gran cuidado de tiempos y detalles extrajo una nueva gran prestación de la ROSS.  Mención especial también para el coro, con un notable trabajo tanto vocal como escénico en el vigésimo aniversario de creación. El público acogió la representación con largos aplausos a todos los intervinientes y responsables, con Castro, Laffón, Abascal…sobre el escenario.

Al final toda precaución del viejo tutor Bartolo fue inútil y Rosina acabó casándose con Almaviva. Y Fígaro..Ah, Fígaro!..Pero esa es otra también sevillana historia….

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