lunes, 12 de octubre de 2015

SILENCIOS

Hace ya unos años decidí reservar un espacio preferente en las siestas de mis vacaciones estivales a la lectura de la monumental novela de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”. Os aseguro que pocos placeres más sibaritas pueden encontrar los amantes de la buena literatura, a pesar de no ser una obra fácil de leer, o precisamente por ello. El desafío intelectual es doble, y también la recompensa que se obtiene al superarlo. Este año tocaba el tercero de los volúmenes: “El mundo de Guermantes”.
Confieso que hay veces, sería estúpido negarlo, que Proust se te atasca por su estilo tan particularmente complicado, por el ritmo en ocasiones extremadamente lento de la narración, por la multiplicidad de personajes que es casi imposible controlar...Todo esto se da, corregido y aumentado respecto de las anteriores, en esta tercera entrega. El propio autor se queja de la insustancialidad y vacuidad de las conversaciones que se daban en los cenáculos de la alta sociedad parisina, ya en casa de la marquesa de Villeparisis, ya en la de la duquesa de Guermantes, que sin embargo no se recata en reflejar y diseccionar con detalle, acaso, se me ocurre, para que no tengamos duda acerca de lo justo de su apreciación. Si para el merecían esta consideración, imagínense, excepción hecha quizá de las relativas al omnipresente caso Dreyfus, para el lector de hoy.
Pero de pronto surge la chispa, la página brillante e incomparable que te impulsa a seguir adelante en esta hercúlea aventura, en estos tiempos de literaturas light, de usar y tirar, y que te redime -como un buen concierto, como una representación de ópera, como la contemplación de una buena pintura- de esta a veces tan anodina y ramplona existencia, moviendo resortes de nuestra alma que de otra manera permanecerían desconocidos incluso para nosotros mismos, porque sólo se activan ante la presencia de la verdadera obra de arte que se eleva airosa sobre la vulgaridad ambiental.
Valga el ejemplo de este pasaje que Proust dedica a analizar el silencio entre dos personas que se aman. O que se amaron. O que creyeron amarse. O entre dos personas de entre las que al menos una de ellas ama a la otra, y esta no le corresponde. En este caso se trata del amigo del narrador, el aristócrata Roberto Saint-Loup, y su amante, la exprostituta Raquel -Zézette para Roberto, Raquel quand du Seingeur, parafraseando el texto de la ópera de Halévy, para el narrador-. Roberto y Raquel han roto tras una de sus riñas. Roberto se siente aliviado, en un primer momento, de la tensión previa, pero al poco tiempo comienza a sentir una nueva sensación de angustia al no tener ninguna noticia de su amada. Nada sabía acerca de dónde o con quién estaría Raquel ni qué haría....

“…....su amante guardaba un silencio que acabó por enloquecer su dolor hasta moverlo a preguntarse si no estaría escondida en Doncières o si habría ido a las Indias.
Se ha dicho que el silencio es una fuerza; en otro sentido lo es, terrible, cuando está a disposición de aquellos que son amados. Acrece la ansiedad del que espera. Nada nos incita tanto a aproximarnos a un ser como lo que de él nos separa, y ¿qué muro más infranqueable que el silencio? Se ha dicho también que el silencio era un suplicio capaz de volver loco a quien estaba condenado a él en prisiones. Pero, ¡qué suplicio, mayor aún que el de guardar silencio, el de soportarlo de parte de aquel a quien se quiere! Roberto se decía: «Pero, ¿qué hace que calla así? Sin duda me engaña con otros». Se decía asimismo: «¿Qué he hecho yo para que calle así? Tal vez me odie y para siempre». Y se acusaba. Así, el silencio lo volvía loco, en efecto, de celos y de remordimiento. Por otra parte, este silencio, más cruel que el de las cárceles, es a su vez una cárcel. Es una cerca inmaterial, sin duda, pero impenetrable, capa interpuesta de atmósfera vacía, pero que no pueden atravesar los rayos visuales del abandonado. ¿Hay luz más terrible que la del silencio, que no nos muestra una ausente, sino mil, y cada una de ellas entregándose a alguna otra traición? Roberto, a veces, en un brusco descanso, creía que este silencio iba a cesar al momento, que la carta esperada iba a llegar. La veía, llegaba, espiaba cada ruido, desaparecía ya su ansia, murmuraba «¡La carta! ¡La carta!». Después de haber entrevisto así un imaginario oasis de ternura, volvía a encontrarse pataleando en el desierto real del silencio sin fin.”

El mundo de las comunicaciones ha cambiado enormemente; el de los sentimientos no tanto. Hoy en lugar de una carta podríamos hablar de un email, un whatsapp, una llamada de teléfono -entonces en pruebas- o una notificación de facebook. Pero la sensación de angustia y ansiedad en la espera de que a quien amamos se dirija a nosotros por cualquier medio que rompa el insoportable silencio que por algún motivo se haya interpuesto entre nosotros, es sin duda la misma. A veces ni siquiera hay distancias, ya basta entonces un simple gesto, una mirada, una palabra, que se demora, que no llega.Y cuando por alguna ilusión infundada esperamos esa comunicación y no se produce, la zozobra que nos invade es semejante a la que se describe en Saint Loup.

¿Quién no se ha visto alguna vez en ese tormento, en ese silencio enloquecedor, esperando la palabra, el gesto de la persona amada, que rompa el muro de la incomunicación? ¿Quién no se ha sentido impotente, por ataduras irracionalmente autoimpuestas, pero que son superiores a sus fuerzas, para dar el primer paso en pro de intentar tender de nuevo esos puentes que se hundieron? Millones de personas en el mundo y a lo largo de la historia habrán experimentado estos sentimientos, pero pocas habrán sido capaces de expresarlas de esta manera, con tal exactitud y precisión, con tal riqueza de matices, de una forma tan descarnada. Es la diferencia entre el genio literario de Proust, y el resto de los mortales que a duras penas alcanzamos a juntar atolondradamente algunas letras.       

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