miércoles, 19 de diciembre de 2012

SEXO, DROGAS Y...¡ÓPERA!


Comentaban el otro día en Ópera Actual la obsesión que  últimamente se aprecia en los cantantes por el gimnasio, las dietas e incluso la cirugía estética. No me extraña, dada la cada vez más acentuada tendencia de los registas a introducir desnudos o semidesnudos en la escena a poco que se tercie. Uno no debe sorprenderse de ver escenas tórridas en una  Lulu (exhibición de Barbara Hannigan en la producción de La Monnaie del mes pasado). Pero ver desnudos  en un Don Giovanni (Milán), en una  Carmen (Ópera de Lyon),  o incluso en Stradella (Cesar Frank),  en la Ópera de Lieja, donde no viene en absoluto a cuento, se va haciendo lo habitual. A una de las divas del momento, como es Anna Netrebko, la hemos visto ligerita de ropa más de una vez. Y no sólo afecta a ellas. En la reciente producción del MET de La tempestad de Thomas Adès, Simon Keenlyside se lleva toda la función luciendo pectorales tipo Schwarzenegger.
Pero una cosa es el desnudo, y otra cosa es el mal gusto y el sexo explícito. Ya tuvimos un ejemplo con el escandaloso Julio César de Salzburgo de la pasada primavera (Moshe Leiser y Patrice Caurier sus autores) y ahora nos llega uno nuevo con La Traviata recientemente estrenada en La Monnaie de Bruselas, con dirección escénica de la alemana Andrea Breth, que el sábado fue retransmitida en streaming por ARTE Live Web. No voy a criticar que se ubique el primer acto en un prostíbulo de lujo en el que corre la coca o que se haga de la protagonista en el tercero  una homeless que duerme en la calle,  rodeada de yonkis y de fulanas baratas, porque al fin y al cabo la Valery era una prostituta. Pero empezamos porque no se puede consentir que en uno de los momentos más esperados del papel de Violeta (Sempre libera..) salga una vieja gorda –Annina- haciendo el indio (vaya el papelón de la señora, Carol Wilson por más señas, entre esto y el simulacro de felación del tercer acto) distrayendo la atención que debe estar en ese momento absolutamente centrada en la cantante. Esto de todas formas tiene un pase. Lo que no lo tiene es el muestrario de prácticas sexuales, incluida la pedofilia, que se exhiben, especialmente en la escena final del segundo acto.
El asunto ha levantado la lógica polémica, en la que afamados directores como Olivier Py o Krzysztof Warlikosky entre otros se han decantado en favor de la libertad del arte y del artista. A mi esto de la libertad me suena muy bien, pero libertad no puede ser nunca carta blanca para hacer absolutamente lo que a uno le de la gana.  Si Breth quiere hacer cine porno, que lo haga y allá ella si puede incurrir incluso en algún tipo penal. Pero la libertad conlleva responsabilidad, y la responsabilidad incluye el respeto. La libertad del director de escena, que no trabaja sobre una materia virgen, tiene el límite del respeto a la música de Verdi, al libreto de Piave y si se quiere incluso  a la novela de Dumas en que se inspira. Debería tener el límite del respeto a los cantantes, que son también artistas, y no de streptees ni de cine x precisamente. Y sobre todo debe tener el límite del respeto al público que asiste a la ópera, que no va generalmente a ver este tipo de espectáculos de mal gusto. Si quiero ver sexo ya se a donde tengo que ir. La ópera no es ni  la sala Bagdad de Barcelona, ni una página de películas guarras. Así que el que quiera libertad que se busque otro medio de expresión, o cree sus propias obras y no ensucie las de los demás. Porque lo grave además del asunto es la gratuidad de tales exabruptos,  que no aportan nada a la obra. Traviata es una historia de sentimientos enfrentados a los prejuicios y moral de la época, no de bajas pasiones. Y el desgarro emocional que este enfrentamiento provoca lo expresa sobradamente la música de Verdi.
Con todo esto, la música precisamente, que es lo importante, queda en segundo plano. Sébastien Guèze canta un Alfredo que yo nunca he escuchado (este no es mi Alfredo, que me lo han cambiado), y no me gusta. Simona Saturova, debutante como Violeta Valery,  tiene una hermosa y delicada  voz pero le falta dramatismo en algunos pasajes (Amami Alfredo!). Giorgio Germont es para mi uno de los personajes más odiosos del repertorio operístico, por su hipócrita moralina del qué dirán de la que se arrepiente cuando nada tiene remedio,  aunque su papel incluya una de las arias más bellas para su registro (Di Provenza il mar, il sol..). Scott Hendriks simplemente es que no da el tipo, y aunque no cantó mal, su actuación no me resultó creíble. Lo mejor sin duda fue la dirección de Adam Fischer, que  hizo una lectura plena de expresividad y dinámicas contrastadas. En su debe, el consentir como director musical los excesos de la directora de escena.
Porque al final lo que sorprende es cuánta gente tiene que callar y consentir para que se produzca un despropósito tal, y lo hagan. El público aplaude acrítico cuando cae el último telón. Y supongo que entre ese público, los padres de la inocente niña protagonista de la escabrosa escena, que saluda al final de la representación junto con el resto de figurantes. ¿No existe en la burocratizada Bélgica nada parecido a un defensor del menor?

No hay comentarios:

Publicar un comentario