El ciervo es quizá el
animal más bello de entre los que aún podemos contemplar en estado salvaje en
nuestra geografía. Su porte es altivo, su movimiento elegante, y su carácter
huidizo y esquivo. Tiene un cierto aire de misterio. Sobre todo los grandes
machos son difíciles de ver porque rara vez abandonan la espesura escondida del bosque. Aquí no
tenemos el ciervo blanco de la mitología céltica, del que sólo de tarde en
tarde se avista algún ejemplar, pero
nuestros venados rojos son también resistentes al ojo humano, y se camuflan
extraordinariamente en el entorno. Sólo en ocasiones se asoman a los claros donde pueden ser más fácilmente
vistos.
Me gusta salir en su búsqueda,
sólo para contemplarlos, por parajes de Sierra Morena o Doñana. Especialmente
en la época del apareamiento, en que tienen lugar los ritos atávicos de la
berrea. Este año me acerqué al Parque Natural de Hornachuelos, en Córdoba. Hay
sin duda una gran población de estos animales en estas sierras, pero no tuvimos mucha suerte. Allí la mayoría
de las fincas y caminos son particulares y no es fácil encontrar lugares para
el avistamiento a quien va por libre. De hecho,
el encargado del centro de visitantes del parque parecía no querer dar
demasiada información. Me recordó aquellas películas en que alguien está
interesado en alejar a los forasteros del pueblo para ocultar algún secreto. En este caso no íbamos a llevarnos nada, ni siquiera las bellotas esparcidas bajo los árboles. Sólo se trataba de mirar y escuchar, pero con tanta cortapisa apenas pudimos divisar un par de hembras y oir algunos bramidos lejanos.
A pesar de todo mereció la pena el
paseo siquiera fuera para disfrutar de la quietud del monte y del juego de las luces y las sombras a la
hora en que el día se acerca a su fin. Desafiando
las prohibiciones, nos adentramos en una finca por el camino que discurría junto
al cauce seco de un arroyo, a través de
un bosque adehesado de encinas y alcornoques, con abundancia de jara, romero y
lavanda. Imperaba un ambiente de paz. Una paz que se hacía sensible, que se oía
–en el silencio sólo quebrado por los quedos sonidos de una naturaleza en calma- , que se
respiraba –en el aire templado y aromático- que se veía –en la suavidad de las
luces y los colores-, y al mismo tiempo traspasaba los sentidos para llegar al
espíritu. Por algo desde antiguo estas soledades fueron lugares de retiro
monacal. Buscábamos un calvero con buena visibilidad para observar la aparición
de algún ejemplar, pero no lo encontramos. Sólo por unos instantes vimos unas
hembras cruzando una trocha, antes de que uno de los guardas, con quien podíamos haber jugado al escondite, nos invitara amablemente a marcharnos. Entretanto,
la luz fue cayendo, dorando las laderas de los montes y tiñendo de rosa las
nubes que salpicaban el cielo. A medida que el día se apagaba se fue
incrementando el canto de celo de los machos, aunque ya no había posibilidad alguna de verlos. La
noche había caído y era hora de regresar a casa. Atrás quedó el bosque oscuro,
con sus duendes, sus misterios y sus señores, coronados con airosas cornamentas, luchando por la supremacía en sus harenes.
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