miércoles, 8 de mayo de 2013

COSECHA DEL 92


“El Gato Montés” es la primera ópera a la que asistí en el Teatro de la Maestranza. Era el mes de agosto, y el año, 1992. Entonces también había crisis, pero ni punto de comparación. El relumbrón y el oropel de la Expo todo lo tapaban. La resaca vendría después. Además, en aquél tiempo éramos jóvenes y albergábamos esperanzas. Ahora dejémoslo simplemente en que ya no somos tan  jóvenes.  La estrella del invento era Plácido Domingo, asesor musical de la cosa o algo así. Digo invento porque la obra del valenciano Manuel Penella hacía no sé cuánto que no se representaba, por más que fuera interpretado su archimegasuperfamosísimo pasodoble (chin tararíiin, chirarín tachín tararíiin, chirarin tachín, chirarín tachín, tachín, tachín…..). Fue iniciativa y empeño personal del propio Domingo recuperarla –con revisión musical de Miguel Roa- dentro de la programación extraordinaria de aquella cita universal como exponente del más “acendrado” tipismo andaluz. El día que yo fui sin embargo el faltó. Supongo que por eso conseguí entradas. Alternaba en el reparto  con el tenor pacense Antonio Ordóñez, de taurino nombre. Recuerdo sobre todo la imponente voz de Juan Pons, recientemente retirado de los escenarios, en el papel que da título a la obra. Completaba el trío principal la soprano chilena Verónica Villaroel, prácticamente en los inicios de su carrera, y en los papeles secundarios había gente como Carlos Chausson o Carlos Álvarez. Poderío.
La historia de Soleá, Rafael “El Macareno”, y Juanillo “El Gato Montés” es un topicazo lleno de topicazos –toreros, bandoleros, gitanas, curas grasiosos…- aderezados con un habla presuntamente andaluza, que  no deja de ser una obra menor dentro del género. Ópera con mucho sabor a zarzuela. Es una historia de contrastes, que va de la  fiesta a la tragedia, de la alegría de la vida al luto de la muerte, extremos tan cercanos en el imaginario tradicional  patrio.  Además de un trágico rotundo, sin fisuras, sin resquicio para el alivio o el consuelo.  Si en cualquier ópera de final amargo de otras nacionalidades muere un personaje (Violetta, Mimí, Turiddu…) a lo sumo dos (Floria Tosca y Mario Cavadarosi, Tannhäuser y Elisabeth)  aquí son los tres protagonistas los que agonizan ante nuestros ojos. La pena negra. Spain is different (?).
Esta semana “El Gato” volvió a rondar por los alrededores del Paseo Colón. Lo hizo con una producción firmada por José Carlos Plaza para el Teatro de la Zarzuela y premiada en el Campoamor de Oviedo. Para mi  gusto, demasiado oscurantista. Hay registas obsesionados por los desnudos y otros empeñados en hacernos perder la vista. Se echa en falta la luz de Andalucía. Las voces, no muy conocidas para mí a excepción de Ángel Ódena o Milagros Martín,  estuvieron en general a buen nivel. Me gustaron más las masculinas. También brillaron los coros, a los que se les dio más fácil el andalú que el checo de Sarka (la grafía en los subtítulos  llamó mucho la atención de los asistentes; un amigo me decía que si las óperas italianas o alemanas las traducían al castellano, por qué esta no, si él, sevillano desde la cuna, había cosas que no las entendía).  La dirección musical de Cristóbal Soler sacó provecho a la partitura, interpretada con reducida aunque  variada formación instrumental. Sólo una pega:  a mí el pasodoble me sonó un poco a plaza de pueblo. En la Maestranza, templo máximo del toreo en el que se desarrolla en la ficción el tercer acto, la música suena más reposada, más ritual y ceremoniosa, más litúrgica. 

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