viernes, 19 de octubre de 2012

ELOGIO DE LA POLITICA


Uno de los rasgos característicos de la situación que vivimos es la queja generalizada y creciente acerca de los políticos. Pero no podemos olvidar que si queremos democracia tiene que haberlos, porque son consustanciales a ella. Son los que personifican la existencia de diversas opciones, hacen posible su contraste y en definitiva permiten elegir cívicamente entre ellas las que a la mayoría parezcan más adecuadas. Las alternativas son la dictadura (Franco recomendaba: “haga usted como yo, no se meta en política”) o la revolución (para Marx la política es impotente), soluciones ambas que las personas amantes de la libertad y la moderación rechazamos por razones obvias.
Dice Popper que la democracia es el sistema en que los gobernados pueden liberarse de forma relativamente fácil de los gobernantes, a través de elecciones, por contraposición a la tiranía, en que esa liberación generalmente sólo puede producirse a través de la violencia. De lo que no pueden sin embargo liberarse los gobernados en democracia, esto lo digo yo,  es de los políticos. Podrán echar a unos pero tendrán que elegir a otros. Es una de las servidumbres de la democracia: que te tienes que ocupar de ella. Ya decía Pericles que “el ciudadano ateniense no descuida los asuntos públicos por atender sus negocios privados…No consideramos inofensivos, sino inútiles, a aquellos que no se interesan por el Estado…”.
         La restauración de la democracia en nuestro país suscitó el interés por la política de muchos y muy cualificados ciudadanos que apreciaron en lo que vale, tras tantos años de privación, esta forma de participación en la vida pública. Pero esta primera hornada de políticos, que hicieron posible  nuestra bien afamada transición,  desapareció de escena, por ley de vida, y sin que se sepa bien cómo ni por qué, aunque algunas pistas pueden tenerse, comenzaron a ser sustituidos por sucesivas camadas en las que el nivel iba descendiendo vertiginosamente. De manera que lo que entonces era percibida como una ocupación honrosa, hoy se mira con especial recelo, y está tan envilecida que pocas personas que hayan alcanzado prestigio en su vida profesional están dispuestas a involucrarse en ella. Como consecuencia de ello, salvo honrosas excepciones, la categoría media de la clase política ha descendido muchos escalones, y esto lo sufre el país.
¿Qué podemos hacer ante esto los ciudadanos? Lo primero, se me ocurre, es no caer en la conclusión simplista de que “todos los políticos son iguales”, porque no es cierta. Dentro de la devaluación general, hay que admitir que existen  personas más  honestas y más preparadas que otras  entre las que se ocupan hoy de los asuntos públicos, y nuestra primera tarea sería tomarnos la molestia de separar el grano de la paja, y no meterlo todo en el mismo saco. Lo segundo es, en contra de lo que hoy propugnan muchos, tomar un papel más activo en política, y no precisamente  pasar de ella. No basta con quejarse. Hay que ser capaces de construir alternativas si lo que hay no nos convence. Lo que no se puede pretender es articular la vida pública a base de pancartas y de pataleta momentánea. Decir simplemente no sin plantear alternativas compartibles por amplios sectores no lleva a ninguna parte. O mejor dicho, sólo nos puede llevar a un remedio que sea peor que la enfermedad.
En un sistema democrático los ciudadanos no podemos decir que seamos ajenos a toda responsabilidad respecto de la clase política que tenemos. Me parece a mi que en parte hemos hecho dejación de esa responsabilidad y esto ha permitido que se nos cuelen una serie de sujetos sencillamente impresentables. Lo ha dicho en estos días Rosa Díez: "cuando los ciudadanos pasan de la política llegan a las instituciones políticos que pasan de los ciudadanos". Eso es lo que tenemos que evitar.

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