viernes, 19 de septiembre de 2014

LA SEVILLA DE MÉRIMÉE (II)




Pues sí. Como contaba en mi anterior entrada, en la novela Carmen de Próspero Mérimée, inspiradora de la famosísima ópera del mismo nombre, se habla de diversos lugares perfectamente identificables de Sevilla como la Fábrica de Tabacos, la calle Sierpes o el barrio de Triana. Pero el lugar sevillano quizá más trascendente en la narración, y es poco conocido porque su mención no se trasladó al libreto operístico, lo sitúa Mérimée en la calle Candilejo. Quien pase por ella se habrá dado cuenta de que desde hace unos meses se ha abierto allí una tienda con el sugerente nombre de “Le secret de Carmen”, en cuya fachada además hay una placa recordatoria patrocinada por el programa “Sevilla, Ciudad de Ópera”. Pero ese secreto se desvela en la novela, no en la ópera.
Hay que tener en cuenta que si Mérimée escribe Carmen no es porque por casualidad se le ocurriera un buen día paseando por los Campos Elíseos o el Bosque de Bolonia. Su atracción por España, común a otros escritores franceses de la época, es una constante en su vida, de manera que llega a  realizar hasta seis viajes por nuestro país, en el primero de los cuales (1830) parece ser que la condesa de Montijo, madre de la que luego sería emperatriz de los franceses, Eugenia de Montijo, le contó las historias en las que años más tarde, concretamente quince,  se basó para escribir la obra que nos ocupa. Como la Edad Media era también un tema de atención preferente para los escritores románticos, don Próspero conocía los relatos tan atractivos para dicha mentalidad que se contaban del rey Pedro I de Castilla, llamado por unos el Cruel y por otros el Justiciero, entre ellos lógicamente el del famoso homicidio por el que fue colocada allí donde se produjo, y aún permanece, la cabeza del propio rey. De hecho, años después de publicar Carmen, Mérimée escribió una historia de este monarca. Así que es posible que el conocimiento de esta calle sevillana por tal motivo es lo que  le llevara a situar imaginariamente en ella la casa de la vieja Dorotea, que es donde Carmen seduce finalmente al incauto don José. A ella llegan tras una noche de fiesta en la trianera taberna de Pastia, después de atravesar prácticamente toda la ciudad, pues como es sabido, la calle del Candilejo, que es como se le menciona repetidamente, se encuentra ya bien cerca de la puerta de la Carne. Después de convencer a la reticente vieja, la pareja se queda a solas en la casa y entonces Carmen hace gala de su arrebatadora sensualidad, que el lector tiene no obstante que imaginar, porque se dan pocas pistas. “Pasamos juntos todo el día, comiendo, bebiendo y lo demás” cuenta púdicamente Mérimée por boca de don José. Desde entonces el soldado ya no puede pensar en otra cosa. La calle del Candilejo se convierte en el epicentro de su obsesión. Mas para Carmen es muy diferente. Para ella  “l’amour est enfant de Bohème, qui n’a jamais, jamais connu de loi”. Le da pares y nones hasta que un día José acude a la casa de Dorotea y allí descubre a su amante nada menos que con un teniente de su mismo regimiento, al que acaba matando in situ. Es el punto de no retorno de la trama. De ahí a la vida de bandolero arrastrado por el fatal amor a una mujer que no iba sin embargo a dejarse atar por nada ni por nadie. Pero la casa de la calle del Candilejo quedaría para siempre como el más preciado y evocador recuerdo de la arrebatadora pasión sentida por la gitana, quizá como el único momento de plenitud extática de la relación. “¡Ah! ¡Señor, aquél día!¡Aquél día!..., cuando pienso en él olvido el de mañana” dice José la noche antes de ser ajusticiado.


***

-¿Y la plaza de toros?¿Dónde se deja usted la plaza de la Real Maestranza? Todo el mundo sabe que el cuarto acto de la ópera tiene lugar en las inmediaciones de un coso taurino que no puede ser otro que el del Baratillo.

Pues no señor (o señora). La plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla brilla absolutamente por su ausencia en la novela. La corrida a la que José acude presa de los celos siguiendo a Carmen, porque esta ha ido a ver la actuación de su nuevo amante, el picador (que no matador) Lucas (que no Escamillo), tiene lugar en el coso de la capital cordobesa, y la muerte de Carmen en algún lugar de la serranía, a donde la ha llevado el desesperado exmilitar intentando convencerla de que marchen los dos a América para empezar una nueva vida.

Así que el protagonismo pleno de Sevilla en la ópera hay que atribuírselo no a Mérimée, sino a Mehilac y Halévy. Si la calidad del libreto, escrito bastantes años después de la publicación de la novela, ha sido fuertemente cuestionada en relación con su referente -no así la de la música de Bizet- los sevillanos le debemos a este que nuestra ciudad haya quedado vinculada en exclusiva a este mito universal, algo de lo que no estoy seguro hayamos sabido sacar siempre el deseable provecho.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

LA SEVILLA DE MÉRIMÉE



Mi afición por la ópera y por las cosas de Sevilla me han llevado este verano a la lectura de la novelita de Próspero Mérimée en que se basan Ludovic Halévy y Henry Mehilac para su libreto sobre la historia de la famosa cigarrera sevillana al que puso música  George Bizet, y que constituye una de las obras del repertorio lírico más universalmente asociadas al nombre de esta ciudad, a pesar de lo cual quien esto escribe, abonado de más de veinte años del Teatro de la Maestranza, todavía no la ha podido ver representada en él.¡Qué cosas!
Tenía curiosidad por saber cual es el grado de fidelidad del libreto respecto de la novela – a la que me he referido antes en diminutivo por su extensión, que no por su calidad-  y sobre todo qué lugares y que ambientes sevillanos eran utilizados como escenario de los lances de la misma y qué detalles de ellos se daban.
Cuenta Mérimée -que es narrador y personaje a la vez en la primera parte de la obra, en la que anda cual arqueólogo buscando confirmar sus teorías sobre la localización de la batalla de Munda- que conoció a la Carmencita –“voilà, la Carmencita!”- en Córdoba, donde entonces vivía, en una modesta casa al otro lado del puente que atraviesa el río, con el exmilitar vasco-navarro don José, el hombre al que hizo perder la cabeza por ella y terminó matándola después de darse a la vida de bandolero y contrabandista por su causa. Me llamó la atención que nuestro autor dé noticia, allá por el 1830, de una nevería en la ciudad de los califas donde se servían helados. Por mi ignorancia no imaginaba yo tal grado de refinamiento en una ciudad que en aquél entonces, pasados sus tiempos más gloriosos, debía ser más un poblachón rural más que una gran urbe. Tascas, tabernas y colmaos era lo primero que se me podía venir a la mente. Sin embargo el mismo autor nos dice en una nota que “apenas hay en España pueblo que no tenga nevería”. Así que por lo visto era cosa común, si bien solía tratase sólo de un establecimiento tipo café provisto de una nevera, o bien de un depósito de nieve, que proveerían supongo con la traída desde aquellos neveros de los que tantos he visto en mis excursiones por la alta montaña, hoy lógicamente en desuso. En ellas podía uno sentarse a tomar un helado “en una mesita alumbrada por una vela encerrada en un globo de vidrio”, y si las había en Córdoba, también las habría en Sevilla, donde no aprieta menos el calor.
Para pasar a los escenarios sevillanos hay que esperar a la segunda parte de la novela, ubicada temporalmente unos años más tarde que la primera, en la que el desdichado José Lizarrabengoa, que va a ser ajusticiado por sus crímenes, cuenta al escritor la historia de su relación fatal con la gitana Carmen. El ya condenado vuelve a estar en Córdoba, pero cuenta sus andanzas por toda la geografía andaluza (Málaga, Jerez, Vejer, Gaucín, Granada, Ronda, Gibraltar, Montilla… y, cómo no, Sevilla).
El primer enclave hispalense que aparece citado es la Fábrica de Tabacos, “ese gran edificio, extramuros, cerca del Guadalquivir”. Se trata por tanto sin lugar a dudas del edificio obra de Van der Brocht cuya completa terminación databa de medio siglo atrás, y no del que anteriormente albergara tal industria en nuestra ciudad, sita en la más céntrica, y siempre intramuros, plaza de San Pedro. Allí es donde se dice que trabajaban cuatrocientas o quinientas mujeres –otras fuentes elevan considerablemente el número- que cuando hacía calor “se aligera(ba)n de ropa, sobre todo las jóvenes”. Ya anteriormente el amigo Próspero, que no perdía ocasión de poner su picante para la época, había hecho alusión a la desnudez de las cordobesas que a determinada hora del día se bañaban en el río. Como es bien sabido, es a la entrada de la fábrica, un viernes por más señas, donde el soldado conoce a la guapa cigarrera que le lanza, provocadora, la amarilla flor de casia que llevaba en la boca.
Luego también se habla de Triana, donde se sitúa la célebre taberna (figón en la novela) de Lillas (Tomás en caló) Pastia, “un viejo vendedor de pescado frito, gitano, negro como un moro...”. Claro que como en el libreto se dice “Près des remparts de Séville, chez mon ami Lillas Pastia”, yo la imaginaba más bien por la parte de la Macarena, que es donde los sevillanos de hoy conocemos las murallas, pero no es así. De la calle Sierpes, lugar donde se ubicaba la cárcel a la que supuestamente llevarían presa a Carmen tras su pelea en la fábrica, y en la que se escapa de sus guardianes tras engatusar a don José, dice Mérimée que “merece perfectamente el nombre por las revueltas que da”. Serán cosas de la percepción francesa, porque a mi no me lo parece tanto. Claro que si lo comparamos con la rectitud de los bulevares parisinos, entonces sí. Pero es que no es cuestión de comparar Sevilla con París.
No se precisa la ubicación del calabozo en el que acaba el “tontaina” del cabo como consecuencia de la acción anterior, y del que Carmen lo anima a escapar facilitándole una lima introducida en “un pan de Alcalá”, que debería ser  supuestamente el de alguno de los establecimientos militares de la ciudad. Tampoco se dan pistas sobre dónde pudiera estar la casa del coronel a cuya guardia es destinado tras su degradación y cumplimiento de castigo –había rehusado la incitación a la deserción- y donde vuelve a ver a la omnipresente Carmen.
También se habla de otros lugares no identificables: una confitería donde la gitana compra yemas y turrón, un punto de la muralla, cercano a una de sus puertas, donde se había abierto una brecha aprovechada por los contrabandistas, una iglesia en la que entra José a llorar amargamente los desplantes de Carmen… Pero el lugar principal es uno que normalmente los sevillanos asociamos preferentemente a otra leyenda y a otro personaje como es el rey Pedro I, motivo por el cual seguramente también lo conocía el novelista francés, que la cita de manera introductoria en la narración, y además añade una nota explicativa. Me refiero a la calle Candilejo. Pero de esto hablaré en otra entrada, que esta ya me queda un poco larga para lo que es habitual en este blog.