Moguer es un pueblo grande y blanco rodeado de
tierras rojas salpicadas de pinos verdes y una lengua de mar que se abre paso,
tierra adentro, por la ría. Sus
calles son anchas y sus casas bajas y sobre ellas imperan la
cúpula y la torre agiraldada de Santa María de la Granada. En una de sus
entradas principales, la que queda más
al sur, hay un muro encalado con una leyenda en letras de forja, bien visible
desde la carretera, que define a la ciudad como “...la luz con el tiempo dentro…”
Desde pequeño vengo leyéndola, cuando mi
padre llamaba nuestra atención sobre la
figura del burrito que adorna la
gasolinera cercana, cada vez que pasábamos por allí camino de la playa. Es difícil desentrañar el significado último
de esta expresión, pero ejerce sobre mí la sugestión de las frases hermosas que
nos hacen ver las cosas de una manera diferente a la que nos dicta la mera
experiencia sensorial. Quien la acuñó era nada más y nada menos que Juan Ramón
Jiménez, una de las mayores glorias literarias de España e hijo de esta villa.
En ella transcurrieron la infancia y juventud del eximio poeta, universalmente
reconocido por sus premios y por su labor dentro y fuera de nuestras fronteras.
Le tenía yo cogida un
poco de tirria a Moguer por culpa de algunos moguereños, pero como este año se cumple el centenario de la publicación de la obra más famosa de Juan Ramón,
allá que fuimos a visitar la casa museo
del poeta, cuya última restauración, llevada a cabo hace sólo unos años, no
conocía. Se trata de la segunda vivienda
de Juan Ramón en Moguer. La primera se hallaba en el barrio marinero, calle
Ribera, y desde su azotea se podía controlar el movimiento de los barcos que
traían y llevaban los vinos con los que comerciaba su padre. Pero en aquella
primera morada pasó pocos años, tantos como cuatro, trasladándose luego a otra
más céntrica en la calle que actualmente lleva su nombre. Juan Ramón afianzó
allí las raíces profundas de su sensibilidad y de su estilo, y de ella partió para
–primero Sevilla, después Madrid…- conquistar el mundo de las letras. Conocería
a Zenobia, se casaría con ella en Nueva York y cuando se establecieron en la
madrileña calle Padilla sobrevino la guerra. Juan Ramón y Zenobia marcharon a
Estados Unidos, un viaje que esperaban corto, de sólo unos meses, y que se
convirtió en un largo exilio continuado más tarde en Puerto Rico.

No sé muy bien, para
qué voy a mentir, lo que significa eso de “la luz con el tiempo dentro”. Pero
cuando cada verano contemplo Moguer desde la atalaya privilegiada de Montemayor y veo la luz
radiante y quieta que se cierne sobre el
caserío pienso que quizá es allí donde Juan
Ramón percibió una vez cómo el tiempo está
atrapado en su interior. Después el
poeta se fue, y se quedaron los pájaros cantando.
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