lunes, 6 de abril de 2020

DOMINGO DE AUSENCIAS


Ha sido sin duda el Domingo de Ramos más triste de mi vida.  Hay razones evidentes, pero otras van por dentro. Y no pudo mi pena recibir el consuelo de la tuya, Amargura, que te quedaste encerrada, como todos nosotros, sin poder lucir por las calles de Sevilla tu remozada belleza. Ni el tuyo, Estrella, que tanto significas en mi vida, y que no pudiste volver a procesionar desde tu antigua casa de San Jacinto, donde te conocí siendo niño. Tampoco el tuyo, Hiniesta, que este año no viniste a inundar con tu río azul y plata las calles de mi barrio, que estuvo triste y apagado toda la jornada, incluso cuando el sol se hace dueño de Relator, a la hora de marcharse hasta otro día.

No hubo blancura de Paz por el parque, ni banquete eucarístico en los Terceros. No hubo bulla en la plaza de Molviedro, ni entrada triunfal en la Campana. No hubo Amor que midiese las estrecheces de Francos, ni hubo Gracia derramada desde Puerta  Osario. Ni hubo fiesta en Triana o la Alameda. Ni cantos de ángeles por Sor Ángela. No hubo marchas. No hubo incienso. No hubo niños estrenando túnicas blancas. No hubo gente por la calle endomingada. No hubo ni ramos ni palmas. No hubo siquiera espera ilusionada. No hubo nada.

Este año todo fue ausencia. Sólo la memoria podía proporcionarme asideros donde agarrarme. Donde poder ubicarme y orientarme en este desierto desconocido para nosotros de una Semana Santa sin cofradías. Donde poder anclar la experiencia de un Domingo de Ramos en este escenario insólito. Memoria de días felices que tal vez no se repitan. La memoria de nuestras Semanas Santas es la memoria de nuestra vida. Todos los años buscamos revivir esas experiencias ligadas a nuestras devociones que van dejando marcas en nuestro existir. Pero este año la memoria se quedó sola, abandonada, sin materia en que corporeizarse. Quizá podía haberme abstraído, y vivir la jornada como otro día cualquiera, dentro de la monótona rutina que nos impone el confinamiento. Olvidarme de lo que marca el calendario y anestesiar así el sentimiento. Pero no pude. Sucumbí a la tentación de sentir, aunque fuese dolor, porque lo contrario, no sentir, es como estar muerto. Y fui rememorando con nostalgia hora a hora, sitio a sitio, música a música, rezo a rezo. ¡Ay, cuánto duele el recuerdo cuando quiere y no puede hacerse vivencia! Ayer, como al poeta, la memoria escogió el camino más corto para herirme.

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