sábado, 29 de octubre de 2016

VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS


Wiener Staatsoper
Era otoño, como ahora, y estábamos en Viena. Habíamos ido allí en un viaje especial, uno de esos viajes que en principio uno piensa hacer sólo una vez en la vida. Al menos así fue en tiempos. Ahora ya nunca se sabe. Habíamos ido por la mañana a visitar el suntuoso edificio de la Ópera Estatal, inaugurado por el emperador Francisco José y su popular esposa Sissi -aunque la actual fábrica se debe casi en su totalidad a su reconstrucción obligada tras la Segunda Guerra Mundial- y a cuya historia están ligados los nombres de Gustav Mahler, Richard Strauss, Herbert von Karajan, Lorin Maazel o Claudio Abado, entre otros. Al terminar la visita supimos con sorpresa que aún quedaban entradas para la representación de la tarde...¡de pie!. Y no lo dudamos. Eramos jóvenes y audaces. Tuvimos que comer pronto e ir al hotel a cambiarnos, porque allí las funciones comienzan temprano. Mi experiencia hasta entonces del espectáculo operístico era prácticamente nula. Sí que conocía la música de muchas obras, por los discos de vinilo que tenía en casa, y había visto alguna retransmisión en televisión. Pero en aquella época en Sevilla no había temporada y si se representaba algo en el Lope de Vega era muy de tarde en tarde. Así que fui a estrenarme nada menos que en la ciudad de los valses y con una obra de Richard Wagner: “Tannhäuser y el torneo de canto de Wartburg”. Dos ilustres como Heinrich Hollreiser y Otto Shcenk eran los responsables de la dirección musical y escénica respectivamente. Entre las voces, ya estaba allí Kurt Rydl, junto a Toni Krämer, Wolfang Brendel, Sharon Sweet o Uta Priew. Nada más comenzaron los sones de la obertura a fluir desde el foso, que se veía allí abajo, semi iluminado en la oscuridad del teatro, fui completamente abducido por la música. Luego vinieron el concurso de canto, precedido por la brillante entrada de los invitados, el coro de los peregrinos, la canción de la estrella, la narración de la peregrinación y a Roma y el grandioso y emotivo final. Fue tal la impresión que aquello me produjo que desde entonces me quedé enganchado a la ópera, hasta ahora.

Han pasado justamente veinticinco años desde entonces y el Teatro de la Maestranza ha tenido “el detalle” de volver a programar el titulo (ya lo hizo en con aquella dirección de escena de  Werner Herzog, que después vi repetida en Madrid) aunque en esta ocasión en la versión de París.

El probablemente increyente y entusiasta revolucionario Richard Wagner utilizó esta historia de trasfondo religioso, con lo que satisfacía a sus católicos patronos de Dresde, para criticar solapadamente la hipocresía y el maniqueismo de la sociedad de su tiempo, en la que el pecado del sexo era el peor de todos. Es por eso que el director de escena Achim Thorwald ha resaltado este aspecto utilizando los colores blanco y negro, predominantes en todo el segundo acto. Es ese maniqueismo el que hace que el protagonista tenga que debatirse durante toda la obra entre polos que se presentan opuestos: amor o lujuria, pecado o redención, sensualidad o penitencia, carne o espíritu. Probablemente Wagner tuviera en mente un ideal de mujer que unificara la dignidad y el señorío (Elisabeth) con el pleno goce de su sexualidad (Venus). Pero para aquella hipócrita sociedad estos eran elementos antitéticos. Por un lado estaban las señoras, por otro las prostitutas. Al final la salvación se produce por efecto del casto amor de Elisabeth. Mas Wagner manifestó en más de una ocasión que ese no es exactamente así como le hubiera gustado terminar la obra. Por eso Thorwald se ha permitido la licencia de satisfacer el deseo del autor introduciendo también a Venus en la acción salvífica, algo que al genio de Leipzig no le habrían permitido en su tiempo. No hay amor sin sexo, pensaba Wagner....Más allá de las motivaciones de Thorwald he de decir que la escenografía fue lo peor de la función, de las más pobres que he visto. Nada que ver con el nivel musical.

Decía Pedro Halftfer en los días previos que él se había hecho director para dirigir Tannhäuser, y que esperaba hacernos emocionar con la interpretación. Conmigo lo tenía fácil, dados los lazos que me unen a la obra. Pero creo que el sentimiento fue generalizado. El director madrileño se ha convertido en un auténtico especialista del repertorio wagneriano y ya nos tiene acostumbrados a lucir lo mejor de la ROSS en estas ocasiones. No obstante diré que no me gustó la obertura, demasiado acelerada y casi marcial. Sólo en la parte en que la música se serena y empieza a recordar a la de Tristán.. comenzó aquello a encajar. También es cierto que a mi me gusta más la versión de Dresde.

El elenco de cantantes mezclaba un grupo de acreditadas voces wagnerianas, todas consagradas en el templo de Bayreuth, (Peter Seiffert, Ricarda Merbeth, Attila Jun, Martin Gantner, Petersemer) junto con otro de valores nacionales (José Manuel Montero, Vicente Ombuena, David Lagares, Damián del Castillo y Estefanía Perdomo) que no desmerecieron en absoluto a los anteriores. Hubo altibajos, como es natural, pero el nivel general fue muy elevado. En el polo negativo no me gustó el diálogo de Venus y Tannhäuser del primer acto, un tanto chillón y en exceso decibélico. En el positivo, por señalar alguno, las intervenciones de Martin Gantner, a quien tenía especial interés de escuchar en directo tras disfrutar de su espléndida participación en los Meistersinger retransmitido hace nada desde Múnich. El coro, tan importante en esta ópera, estuvo magnífico, tanto dentro como fuera de la escena. Mención especial quiero hacer de Damián del Castillo y Estefanía Perdomo, cuyas breves pero bellísimas intervenciones no pasaron desapercibidas.


martes, 4 de octubre de 2016

#ROHNORMA

La semana pasada, concretamente el lunes, asistí a la retransmisión en directo para cines, vía satélite, de la representación en la Royal Opera House de Londres de la ópera Norma, el más conocido título de Vinzenzo Bellini, de cuya interpretación en Sevilla el pasado año ya dimos cumplida cuenta aquí. Era para mí una experiencia nueva, pues nunca había presenciado un espectáculo a través de este medio. La cita era en el entrañable Cine Cervantes. Muchos sabréis que es la única sala tradicional que queda en Sevilla, con su patio de butacas, sus palcos, su gran lámpara de techo y su enorme pantalla, de las que ya no quedan. Es uno de los pocos cines a los que me gusta acudir, por su sabor añejo de otra época. Perfectamente apropiado pues para la ocasión, pues no puede haber nada más parecido a estar presente en el propio teatro. Las sensaciones no obstante fueron diversas. La imagen era excelente, en alta definición, aunque hubo algunos problemas con los subtítulos. Sin embargo el sonido me pareció más vulgar, nada extraordinario. La verdad es que esperaba otra cosa en este aspecto. No había palomitas, como es natural, y sí canapés y champán en el entreacto.

Uno de los atractivos del espectáculo lo constituía la nueva producción ideada por Alex Ollé para el teatro de Coven Garden. He alabado en otras ocasiones, en contra de criterios más tradicionales, las creaciones de La Fura del Baus, como la del Anillo wagneriano que contemplamos en el Maestranza, obra de otro de los miembros del grupo como es Carlos Padrissa. Pero lo de Ollé me resultó infumable. Simplemente se le fue la olla. Le salió la vena del incombustible anticatolicismo patrio. El bueno de Alex ha dado rienda suelta a su atribulada imaginación, convirtiendo a los galos de la historia original en una especie de secta integrista católica, en cuya grotesca caracterización utiliza un amplio despliegue de elementos icónicos diversos que supongo deben poblar sus pesadillas. El Don Carlo es una ópera muy habitual para ver este tipo de escenificaciones disparatadas, por aquello de la leyenda negra y tal. Pero aquí, sin venir a cuento, nos encontramos con que el bosque sagrado de los druidas está conformado por una amalgama de crucifijos que se ciernen sobre la escena durante toda la obra, a modo de presencia opresiva. Sobre lo anterior, en el primer acto asistimos a toda una exhibición de imaginería extraída de expresiones tradicionales del catolicismo español, que se traen a escena a mogollón, fuera de contexto y sin ningún criterio ni sentido. Por supuesto no faltan los nazarenos. Algunos más o menos canónicos. Pero como esto al regista le debía parecer poco llamativo, pues a unos cuantos les pone también sobrepellices, para que resulten más vistosos. A ellos se unen las señoras de mantilla, uniformes de órdenes militares, un palio, los "empalaos" de la Vera, cantidad de presbíteras –incongruencia-....y el botafumeiro. No crean que yo me enfado con estas cosas. Más bien me entra la risa. Esa Norma cantando el Casta diva, y el botafumeiro para arriba, el botafumeiro para abajo, columpiándose a compás... pues yo no sabía si había que tomarlo en serio o era una parodia de Los Morancos.

Pero claro, el problema que esto tiene para mi es que cuando me chirría la escena también lo hace la música, porque me distrae de la atención debida. Yo no puedo juzgar adecuadamente a Sonya Yoncheva en su intervención estelar por lo ya dicho. Estaba más pendiente del botafumeiro. Ollé había decidido ser él el protagonista, en lugar de la sacerdotisa. Sí puedo decir que Yoncheva es una de esas cantantes de hoy tan agradables de ver como de escuchar. Buena voz y buena actriz, ha hecho que no se eche en falta a Anna Netrebko, quien renunció al papel hace unos meses. Su partenaire masculino, Joseph Calleja, posee una de las voces de tenor más personales del momento actual, con un bellísimo timbre que contrasta con su rudo aspecto físico. Cuajó un buen Pollione. En cuanto a Sonia Ganasi la vi, como en Sevilla en el mismo papel de Adalgisa, flojita. Los años no pasan en balde y no es ya la que fue. Mermada de facultades, lo suple con maestría, pero queda en desventaja con sus compañeros de reparto. La dirección musical de Antonio Pappano es siempre una garantía, aunque me pareció en exceso chillón y efectista en los finales de cada acto.

En definitiva, la representación toda, que musicalmente fue de gran nivel, queda afectada, para mal, por la dirección escénica ¿Y todo esto para qué, sr Ollé?¿Con qué intención?¡¡Pues nada menos que para representar el fanatismo religioso!! ¡¡Tócate las bemoles!! Para don Alex el fanatismo hoy no está en los burkas, los turbantes o las alfanges que cortan cabezas, sino en los crucifijos, los capirotes y las mantillas. Lamentable esta casposa izquierda española que sigue cegada con sus prejuicios ideológicos. Voltaire al menos no había conocido el ISIS y sus atrocidades. El sr Ollé ni siquiera tiene esa excusa. Qué oportunidad ha perdido de o bien hacer algo ajustado al libreto o, puestos a innovar, atreverse a retratar a quienes de verdad representan en nuestro mundo actual la intransigencia religiosa.