lunes, 16 de noviembre de 2015

LOS LIMIITES DE LA TOLERANCIA

La causalidad, el caprichoso destino, o quien sabe incluso si la macabra intención de los autores, han querido que uno de los atentados perpetrados en París el pasado viernes tuviera lugar en el boulevard Voltaire de la capital francesa, y concretamente en el establecimiento denominado Comptoir Voltaire. Eran aproximadamente las diez menos cuarto de la noche, cuando un individuo entró en el café y se sentó. Una camarera le preguntó qué quería beber. Cuentan los testigos, vecinos del barrio que se habían reunido para ver el partido entre Francia y Alemania en la pantalla gigante del local, que el individuo se levantó sin más, se volvió y activó el chaleco con explosivos que portaba causando otro muerto y varios heridos muy graves.
Fue paradójicamente Voltaire uno de los pensadores más combativos contra la intolerancia, especialmente de base religiosa. Lo hizo, entre otras, en su obra “Tratado sobre la tolerancia”, publicada en 1763 a raíz de la condena a muerte de Jean Calas en la ciudad de Touluse, en la que tuvo un peso decisivo su condición de protestante, como se vino a confirmar con la ulterior revisión del caso y revocación de la condena, ya fatalmente ejecutada.
En aquél libro Voltaire, que se declaraba buen católico, no sé si en serio o con ironía, ataca sobre todo la intolerancia de la Iglesia Católica, a quien achaca prácticamente y con más que discutibles argumentos, el germen de toda intolerancia. Hoy en día, para cualquier observador honesto estará claro que la intolerancia hay que buscarla en otros lares, a pesar de lo cual la Iglesia Católica sigue siendo el centro de los ataques de muchos, que sin embargo son complacientes con otras religiones (véase el caso de la podemita Rita Maestre, que nunca se ha desnudado en una mezquita).
La tolerancia se ha convertido en una seña de identidad de Occidente, yendo más allá de lo que preconizara Voltaire, que no buscaba más que el simple respeto a la disidencia, para llegar al reconocimiento de la igualdad de derechos para todos, incluidos los que piensan de manera diferente a la corriente hegemónica. Pero al mismo tiempo se ha convertido en una de las debilidades de nuestra civilización, única que quizá merezca ese nombre, mal que les pese a algunos. Sabido es que mientras en nuestros países, de tradición religiosa y cultural cristiana, se permite la existencia de mezquitas, en muchas de las cuales se predica el odio, en los países musulmanes no se hace lo propio con las confesiones foráneas. No voy a apoyar que se prohíban las mezquitas entre nosotros, pues defiendo para los demás la libertad religiosa y de conciencia que quiero para mí, pero sí que se sea mucho más riguroso en el control de las mismas, de sus promotores y responsables y de sus actividades.

El propio Voltaire define la tolerancia como “la panacea de la humanidad”, pero al mismo tiempo señala sus posibles contraindicaciones, al preguntarse si la tolerancia podría asimismo producir la intolerancia. Para evitar esto marca unos límites, unas líneas rojas, diríamos hoy: “es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer tolerancia.” “No cabe mostrase tolerante con el fanatismo.” “La intolerancia es lo único intolerable.” Para el filósofo ilustrado, fanáticos eran los jesuitas, motivos por los que defendió la disolución y expulsión de la Compañía del reino de Francia. Y eso que los jesuitas no asesinaron a más de ciento treinta personas indefensas e inocentes, cuyo única culpa fue encontrarse descuidadamente disfrutando de su libertad en la noche parisina. 

sábado, 7 de noviembre de 2015

CRÍTICAS

Me siento un tanto abrumado porque alguien ha tenido la gentileza de referenciar, en un foro de la conocida página “Una Noche en la Ópera”, mi crónica del estreno de Otello en el Teatro de la Maestranza la semana pasada, junto con las críticas de verdaderos especialistas como Fernando Vargas Machuca, José Anonio Cantón, Andrés Moreno Menjibar o nada menos que Gonzalo Alonso. Para mi es un honor y jamás hubiera pensado aspirar a tanto. Pero que nadie se confunda: yo no soy un crítico musical.
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Aunque canté y toqué, de oído, algún instrumento en mi juventud, no he estudiado más música que un poco de solfeo que me enseñó mi padre. Así que no voy a dar lecciones a nadie. Soy un simple aficionado, eso sí, apasionado por la música en general y la ópera en particular, que la he cogido el gusto, de un tiempo a esta parte, a plasmar por escrito las impresiones que me producen las representaciones a las que asisto -no todas las que veo- y, un tanto temerariamente, a compartirlas con el público en general a través de mi blog, en el que no escribo particularmente de música, sino de todo aquello que se me antoja, sin mayores pretensiones, que para las publicaciones profesionales ya está Aranzadi. Se ha convertido para mi en una especie de vicio, una adicción a la que me resulta difícil sustraerme, aun consciente de los riesgos que corro por exponerme así de esta manera, pisando terrenos un tanto comprometidos. Pero esa es la extraña atracción del "peligro". Con todo, me resulta particularmente satisfactorio ver que coincido, en muchas de mis apreciaciones, con los que de verdad entienden. Aunque si no hubiera sido así, pues igual. Porque yo escribo básicamente, sin entrar mucho en detalles técnicos, de lo que ví y de cómo lo vi, de lo que me gustó y no me gustó, algo que, en la experiencia artística, es exclusivamente personal e intransferible.

domingo, 1 de noviembre de 2015

DESDÉMONA

Noche de estreno en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, en la víspera de Todos los Santos, convertida últimamente en “la noche de los mamarrachos”, dicho sea con los debidos respetos y en términos de defensa. Y no con Don Giovanni, que hubiera sido lo propio –es lógico, porque ya lo tuvimos aquí el año pasado- sino con Otello. Cuando salió, de forma tan tardía este año, la programación de la temporada, me pareció un tanto anodina, con tres de los cuatro títulos ya repetidos y archiconocidos. Pero Verdi es siempre un valor seguro y su versión de la historia del moro de Venecia es impactante de principio a fin. Así que no le vamos a hacer ascos, y mucho menos si se cuenta con buenos elementos vocales para la empresa.
Sin duda la mayor atracción de la noche era escuchar en directo al tenor norteamericano Gregory Kunde. El pasado año se nos anunció a su compatriota Angela Meade en Norma, y al final no pudo ser. Esta vez sí. El caso de Kunde es bastante peculiar. No es ningún jovencito (ha pasado ya de los sesenta) y sin embargo se encuentra en el mejor momento de una carrera que sólo en los últimos años ha alcanzado un relieve estelar. Era un tenor preeminentemente rossiniano,  que desempeñaba bien su trabajo, pero sin ningún brillo especial. Hasta que alguien le recomendó que  para dar el salto de nivel que deseaba lo que tenía que hacer era cambiar el repertorio.  Para mí pasó bastante desapercibido en su anterior comparecencia en nuestra ciudad, en febrero de 2009, con Tancredi. Claro que entonces quizá fue eclipsado por dos divas como Daniella Barcelona y Mariella Devia, que lo acompañaban en el reparto. No fue sino hasta hace un par de años que me sorprendió en su papel de Vasco de Gama en L’Africana de Meyerbeer representada en La Fenice. Desde entonces ha sido para mí uno de los tenores a seguir y fue una grata sorpresa verlo anunciado en Sevilla, ya que hoy día es considerado como uno de los mejores otelos verdianos que puedan escucharse.
Ángel Ódena también es un cantante ya conocido en estos lares. Entre otros muchos papeles desempeñados aquí destaca el Juanillo del último Gato Montés (2013). Aunque su carrera se desarrolla básicamente en el ámbito nacional no le faltan experiencias en importantes plazas extranjeras  como Nueva York, París o Berlín. El de Yago, la encarnación del mal, es un papel adecuado al lucimiento de sus condiciones baritonales. Su voz oscura y potente  es de las que llenan la sala, aunque a veces pueda resultar algo tosca.
Ambos estuvieron a la altura de lo esperado, aunque con algunos momentos de duda. Pero la que estuvo superlativa, la que me embelesó y me dejó boquiabierto fue Julianna di Giacomo, de quien no tenía ninguna referencia previa, hasta que la conocí en el ensayo de la semana pasada. Desde su primera nota hasta su último addio.  Capaz  tanto de superar con su agudo a toda la masa coral y orquestal como de hacer los más delicados pianissimi (Salce!Salce!) Con un timbre de voz bellísimo y un gran gusto en la interpretación. Su extensa aria del cuarto acto, Ave María incluida, fue sobrecogedora. Por eso he decidido titular este comentario Desdémona. Por ella y por su personaje. Porque es ella, la víctima, la que merece ser ensalzada. No me valen ni el posterior arrepentimiento de Otelo, que le lleva a quitarse también la vida, ni la escusa de las pérfidas artes de Yago. No es una ópera fácil de ver sabiendo que su tragedia se repite hoy tristemente en tantas ocasiones sin que nadie sepa ponerle remedio. Desdémona es la inocencia pura, sin tacha, que sin embargo recibe la muerte de manos de quien, en lugar de amarla como a una persona,  la tiene por una posesión en la cual cosifica su supuestamente manchado “honor”. ¡Viva Desdémona y muera mil veces Otelo!

Entre estas voces principales y el resto del elenco no hubo uno, sino varios escalones. Al joven Pancho Corujo (Casio) casi no le escuchamos y lo mismo cabe decir de Mireia Pintó (Elena). Pero los coros estuvieron muy bien (el del teatro y el de niños de Los Palacios) y también la orquesta, como acostumbra, con la dirección de Pedro Halffter, siempre una garantía. Sobre la escena diré que no me gustó. Anodina y gris, sin nada que recuerde el ambiente mediterráneo en el que se desarrolla esta historia de celos, sin más colorido que esos absurdos personajes  bufonescos que se mueven y contorsionan sin venir a cuento, que no sirven sino para distraer de lo esencial. Además creo que se troceó en exceso la representación sin motivo aparente, con dos descansos y ese saludo a destiempo de figurantes y coros al final del tercer acto.

Con todo, a mi el conjunto me pareció muy notable. Sin embargo, el campechano público del Maestranza, que lleva bocadillos para comer en los entreactos (como en Glyndebourne, pero sin cesta ni mantel) que no deja de toser ni cuando Otelo está entonando “E tu.. come sei pallida! e stanca, e muta, e bella,…” ante el cadáver de Desdémona, que sale de la sala en mitad de un aria levantando una fila de espectadores..… no debió de disfrutar mucho, porque los aplausos al final de la representación fueron cortitos. No acordes desde luego, a mi modesto parecer, con el nivel de lo presenciado.